Tengo una debilidad: me encanta leer los tuits de personajes que se sienten influencers y que a duras penas llegan a un retuit.
El RT lo da, normalmente, otro personaje con pocos seguidores, pero que padece del mismo mal.
Sentirse influencer no está mal.
El problema empieza cuando sus sesudas opiniones quedan en la deriva.
(La deriva es una casa abandonada donde se amontonan los tuits jamás leídos).
Quien escupe un tuit como los aquí citados tiene una pretensión: influir en la opinión pública o en la opinión publicada.
El otro día me puse a leer los tuits de alguien que se siente muy influyente.
(Influyente en la sociedad, no en alguna dependencia pública).
Con un do sostenido de pecho –similar al de los gorriones–, nuestro personaje se puso a pontificar, y a dar lecciones a la prensa poblana.
Eso sí: lo hizo con la mala ortografía que tiene desde que lo leo.
Una mala ortografía doblada de oído de carnicero.
(Un carnicero sordo, por cierto).
Palabras más, palabras menos, le picaba en ese tuit las costillas a la prensa y le exigía entereza, dignidad, honestidad.
Pude leer entre líneas su frustración de no ser quien se imaginaba ser.
Desde su perspectiva, nuestro personaje siente que es Bob Woodward cuando en realidad es Epigmenio Ibarra.
O algo parecido.
Sus credenciales periodísticas son muy primitivas.
No hay una columna o un reportaje suyo digno de ser recordado.
Cuando lo conocí, era un reportero de los que chacaleaban la nota.
Luego pasó a ser jefe de información de un periódico menor.
Luego reapareció como jefe de prensa de un diputado igualmente chiquito.
Ahora es un influencer con pocos seguidores y con escasos impactos.
No genera opinión, genera pena ajena.
(Nadie lo abrazó a los seis años de edad).
Algún día, al paso de los años, descubrirá que en todo este tiempo solo tuvo un hipócrita lector: quien esto escribe.
Pero no lo leo porque sus reflexiones me parezcan transcendentes o inteligentes.
Lo hago, lo confieso, porque padezco algo parecido a un síndrome: el síndrome del morboso consuetudinario.
No es al único que leo desde esa perversidad.
Son decenas de supuestos influencers con escasos seguidores e impactos a los que sigo permanentemente.
Cada uno de sus tuits es hijo del resentimiento o de la amargura, o de la impotencia de no ser asesor de un gobernador o un candidato a la presidencia municipal.
Ellos no lo saben, pero mi lectura los reivindica un poco, en la medida en que sus reflexiones no se van al basurero de la historia.
Ánimos, camaradas, no dejen de perseverar.
Espero sus tuits de hoy.
El vocero asesino
Javier Lozano es vocero de Tony Gali senior y apoyador de Tony Gali junior.
Cada vez que puede, los reivindica socialmente y los exalta.
(Sigue siendo el empleado del mes en la administración Gali).
El miércoles no solo los elogió desmedidamente, sino que vaticinó el triunfo de Gali junior frente a la candidata del PAN.
Hay que agradecerle que como vocero del PRIAN en Puebla tenga esos raptos de sinceridad.
En ese carácter, también se les fue con todo a sus candidatos indígenas: Néstor Camarillo y Nadia Navarro.
Qué maravilla que el PRIAN tenga voceros sin sentido del ridículo.
Las galerías se lo agradecen.