Hay demasiado ruido en el ambiente.
Eso siempre pasa en los años electorales.
Desde que viví intensamente la caída del Sistema, en 1988, algo quedó tatuado en la parte frontal de mi cerebro —centro de las emociones, la inteligencia y el razonamiento—, pero también en el lado izquierdo, donde habitan las habilidades verbales y del lenguaje.
Tengo muy claro el día en que un operador político del PRI me presentó a una chica con la que en algún momento entablé algo más que una relación amistosa.
Ella, lo supe tres años después del 88, tenía la misión de compartir con los priistas mis actividades cotidianas: con quién hablaba por teléfono, quiénes eran mis fuentes de información y con quién me veía.
Para tal fin, se metió en mi cama de la pequeña casa que habitaba en la calle Corregidora número 17, en Huauchinango, Puebla.
Ahora entiendo las aguas heladas de ese cálculo egoísta que culminaron en algunas noches pasionales, pero, sobre todo, en las denominada charlas post coito.
Ya relajado, yo hacía comentarios lúdicos sobre los personajes priistas del momento: el gobernador Mariano Piña Olaya, el candidato (a diputado federal) Alberto Amador Leal y la presidenta municipal (Enoé González Cabrera).
Pero, por encima de todos, sobre don Alberto Jiménez Morales, mano derecha del gobernador y poderosísimo personaje encargado de manejar la política poblana en los años ochenta y principios de los noventa.
Tres años después supe que esa rubia mínima no sólo extraía mis fluidos más íntimos, sino mis secretos mejor guardados.
Una vez que, desde la Secretaría de Gobernación federal, el licenciado Manuel Bartlett Díaz ordenó mi cese fulminante de los micrófonos de la radiodifusora XENG, donde coordinaba los espacios noticiosos, la rubia mínima (poseedora de la cintura más breve de la región) desapareció de mi cama y de mi vida.
En ese momento no entendí que ella era una parte clave en la vida política de la sierra norte.
En particular: de Huauchinango.
Ahora entiendo la razón por la que apagaba su secadora eléctrica cuando yo hablaba a través del teléfono fijo (el inolvidable 2-0-1-7-7).
O cuando se miraba largamente las uñas color fushia metida en un silencio metafísico.
Moriría por leer sus tarjetas informativas sobre mí.
¿Habrá incluido el detalle de las largas sesiones amatorias?
¿Habrá confesado —en una especie de “nota al calce”— que era multiorgásmica?
Lo único que dejó a la hora de partir fue una pantimedia arrugada, un cepillo —con pelos güeros— y un libro de Gustavo Sainz: La princesa del Palacio de Hierro.
Tengo la impresión de haber visto a la rubia mínima muchos años después en el viejo palacio de gobierno de la avenida Reforma, en la Ciudad de Puebla.
Supongo que, al verme, optó por evaporarse.
Llevaba un vestido igualmente mínimo que dejaba al descubierto sus magníficas piernas.
Tengo muy claro que el día que recibí la orden fulminante del cese radiofónico, Enoé González, la presidenta municipal a la que tanto quise, me preguntó por ella durante una comida que ofreció en mi honor.
Más bien: en honor a mi cese.
—¡Ay, mi Mario, ya supe que andas con la licenciada Angulo! —me dijo al tiempo de servirme un caballito de un dudoso mezcal de Tijuana.
La negué tres veces.
Más tarde, con media botella vacía, acepté que habíamos tenido un affaire.
—¡Es bien lista esa licenciada, mi Mario! —remató Enoé.
¿A qué nueva misión habrán enviado a la rubia mínima?
¿A qué cama de algún periodista de la Mixteca?
Seguramente, me dije al enterarme de su labor policiaca, trabajaba en Gobernación.
¿Alguno de mis lectores sabrá de ella?
Sé que el lado derecho de mi cerebro trabaja muy bien porque al momento de escribir estas líneas tengo fijado su rostro en la mente.
Y sé que mi tallo encefálico (también llamado tronco) goza de cabal salud porque aún guardo el sabor de su rosada vulva.
Hay noches en que despierto sobresaltado al recuerdo de su ¡ay! en el momento del orgasmo.
O de sus múltiples orgasmos.
Sirvan estas líneas para rendir tributo a quien tanto bien hizo en tantas y variadas elecciones.
En particular: la de 1988.
Que lo que quede del partidazo algún día la llene de justos, merecidísimos, honores.
(Estas líneas aparecieron originalmente en la revista Dorsia en su número de febrero).