A finales del siglo XX, el desarrollo metropolitano emergió en México de forma contundente. Fue un modo de urbanización a gran escala y acelerado que superó todos los sistemas convencionales de planeación urbana. Los usos del suelo, especialmente en áreas como el espacio público y de crecimiento, reventaron. Las autoridades locales perdieron el control, ya que la normativa colapsó. Por entonces, sobrevino el temor a la ingobernabilidad local y metropolitana, un temor bien fundado, pues al inicio del siglo XXI aún faltaban instrumentos adecuados y los actuales estaban envejeciendo rápidamente.
El criterio para definir zonas metropolitanas en el territorio nacional tiene más de medio siglo y proviene de investigaciones realizadas entre 1965 y 1976 por miembros del Colegio de México. Este criterio se basaba en la identificación de un conglomerado de municipios con una fuerte interacción socioeconómica. En una sucesión de 50 años, el número de zonas metropolitanas pasó de 11 a 79, acumulando cerca del 75 % de la población urbana del país. Estos conglomerados son redes de ciudades con una de ellas como centro hegemónico.
“La cuestión metropolitana” se perfiló de esta manera: las ciudades medianas y pequeñas, salvo las muy distantes, en vez de individualizarse, se subordinaron a las áreas de influencia de las grandes zonas metropolitanas. Estas, como un voraz agujero negro, absorbían todo: decisiones, recursos e identidad. A medida que aumentaba el número de zonas, también se ensanchaban sus límites, lo que agravó los efectos negativos del crecimiento urbano, conocidas como externalidades o deseconomías por aglomeración excesiva, convirtiéndose en la marca de crisis de las metrópolis mexicanas.
¿Y qué creen? El problema se normalizó.
Hoy, el problema metropolitano básico está representado por las externalidades negativas que afectan a los ecosistemas naturales y urbanos.
Aquí en el estado de Puebla, el primer programa de desarrollo metropolitano se realizó en 2004 y fue reconocido por la Federación en 2005. La zona metropolitana, conocida entonces como conurbada, quedó formada por 39 municipios: 19 en Puebla y 20 en Tlaxcala. Aunque llama la atención que la mayoría de los municipios de Tlaxcala fueran rurales, atrapados entre dos frentes de urbanización. Hasta donde sabemos, el programa metropolitano más reciente fue actualizado hace un año.
Con los ajustes que la Secretaría responsable del desarrollo urbano a nivel federal hizo en 2020 para redefinir los límites de algunas zonas metropolitanas, la referente a Puebla-Tlaxcala (ZMPT) quedó reducida en su número de municipios, volviendo de algún modo a la clasificación anterior, la de 2004. En ese entonces, San Martín Texmelucan, San Salvador El Verde y dos municipios contiguos de Tlaxcala se reconocían como una aglomeración metropolitana independiente de la ZMPT, aunque claramente en un proceso metropolitano en gestación.
Sin embargo, con este cambio de límites se dificulta el análisis comparativo en el tiempo, porque ahora las demarcaciones son muy distintas. Además, desde hace unos años, el poderoso Fondo Metropolitano (2007 y 2017) ha reducido drásticamente la distribución de sus recursos y en la práctica ha desaparecido, gastando lo poco de manera más centralista. Por estas razones, en las metrópolis la política medioambiental se ha debilitado mientras crecen los problemas de contaminación del agua, las aglomeraciones excesivas y la eficiencia energética, superando con creces las capacidades municipales. Esta situación de excepción hace nula la posibilidad de coordinación metropolitana. El fracaso nacional en la instauración de plantas de tratamiento de aguas servidas en ciudades intermedias y su colapso muestra esta realidad con claridad.
Estos señalamientos nos advierten que, aunque la intensa interacción municipal es un indicador clave de la emergencia de fenómenos metropolitanos, existe otro punto crítico: el carácter arbitrario de su definición.
¿Son totalmente objetivos los procesos metropolitanos que observamos?
¡Pues, no!
También conllevan ciertas prenociones acerca de cómo, desde dónde y con quién se hace la observación. Un buen ejemplo respecto a las zonas metropolitanas confirma que incluso el observador más acucioso, si no observa con rigor imparcial, terminará alterando el objeto con sus propias observaciones (obsesiones, prejuicios y manías). De ahí tanta retórica sobre el tema. Esto es de lo más interesante, pero aquí no toca discutirlo.