Hemos insistido aquí en las múltiples ventajas de habitar nuestras bellas ciudades mexicanas. Sin embargo, en nuestra nota anterior anunciamos que nos referiríamos al futuro riesgoso de nuestras ciudades y comunidades, afectadas por el proceso de modernización que algunos ven como necesario.
Es importante recordar que la llamada modernización de nuestros asentamientos y ciudades surgió con la Revolución Industrial (1750-1850), lo que llevó a que en nuestras ciudades se establecieran múltiples fábricas e industrias con maquinaria para su operación. Así, la ciudad moderna pronto se convirtió en sinónimo de ciudad industrial, con un ambiente gris y contaminado, dado que las industrias emiten gases que alteran la atmósfera de la Tierra y tienen efectos indeseables en el clima global.
Por otro lado, en nuestros populosos asentamientos modernos, la movilidad del individuo se ha reducido drásticamente. Los habitantes ocupan buena parte de su tiempo desplazándose internamente, lo que a menudo los deja con prisa, malhumorados e irritables.
En 1886, Karl F. Benz fabricó el primer automóvil de combustión interna; y a principios del siglo XX, se pensó que el automóvil solucionaría la movilidad urbana. Sin embargo, las ciudades se llenaron de vehículos, congestionando calles y avenidas, lo que hizo que la prometida movilidad se esfumara en medio de los gases de los motores. A la escasa movilidad se sumó otro problema típicamente urbano: la contaminación ambiental. Así, la ciudad moderna se convirtió en un símbolo de deterioro ecológico.
No exageramos al decir que el hombre moderno, quien ha sido capaz de llegar a la Luna y de lanzar al espacio el telescopio Webb, también ha llevado a nuestro planeta hacia una catástrofe ambiental. Se sabe que las emisiones de gases industriales por parte de los países más desarrollados han generado el llamado cambio climático, que a su vez ha provocado el deshielo de las regiones polares, amenazando con elevar el nivel de los mares y con la posible inundación de algunas regiones y ciudades costeras.
Otro efecto indeseable de la modernización es que el ser humano, que se ha autopercebido como el “rey de la creación” y por tanto de los animales, se ha desconectado de otras especies. Y no solo nos hemos desconectado de otras formas de vida, sino también del medio ambiente y la naturaleza que nos rodean.
El respeto por nuestra Madre Tierra solo se conserva en algunas sociedades que mantienen su cultura indígena. Tal es el caso de nuestros indígenas nahuas, quienes ven como erróneo pensar que podemos ser dueños de la Tierra, cuando es la Tierra la que es dueña de nosotros.
Esta falta de respeto por la Tierra se manifiesta también en nuestra relación con las ciudades. En las urbes modernas esto es más evidente. Por ejemplo, no respetamos:
- La Tierra que pisamos, que algunos ven solo como un instrumento para la especulación inmobiliaria.
- Los ríos y lagunas cercanas a las ciudades, donde vertemos las aguas residuales.
- Los montes y barrancas, a donde llevamos nuestros desechos sólidos.
- El mar cercano, donde arrojamos nuestros desechos de hule y plástico.
En este escenario, no sorprende que el crecimiento de nuestras ciudades hoy invada áreas que en algún momento fueron declaradas “reservas naturales” o “áreas protegidas”.
Estos son solo algunos efectos de haber privilegiado la ciudad (lo urbano) sobre el campo y la naturaleza (lo rural).
Debemos recordar que las ciudades modernas viven en tiempos en los que el capital se ha convertido en el gran regulador de las actividades humanas. No es de extrañar, entonces, que el capital inmobiliario sea quien controle el crecimiento y desarrollo de nuestras ciudades, con las autoridades públicas actuando como sus operadores. ¿Es para esto que buscamos la modernización?
Dudaría mucho que la modernización nos haga mejores seres humanos o que la ciudad moderna tenga hoy más atractivos que dificultades, más bendiciones que castigos.