Nuestras ciudades, independientemente de su tamaño, forma o condición gozan íntegramente de los derechos que el artículo 115 Constitucional otorga al municipio libre. Demanda planteada desde el constituyente de 1917, y hecha más o menos una “realidad deformada” hasta 1983. En el citado artículo, reformado varias veces, están las bases del Derecho a la ciudad, o sea, del derecho humano al acceso a los servicios públicos, agua, electricidad, drenaje, espacio público y otros mínimos del bienestar.
Hay una larga ruta de esfuerzos en cada ciudad, los vínculos entre el sistema de ciudades, y la formación de las regiones, estados, provincias y/o distritos, territorios a que dan lugar repúblicas federales o centralistas, estados federales o confederados, todo tiene por raíz a las ciudades. Eso es porque ellas no son sólo hechos físicos, sino procesos socioculturales.
Esa larga ruta no sólo es geográfica, como en el caso de México por haber sido un territorio amplio, sino histórica, ya que abarca por lo menos la apropiación cultural del historial engendrado en Europa desde hace casi mil años. Estamos hablando por supuesto de las nacientes ciudades del siglo XI, en el sentido de un brote de burgos en Europa medieval; esto es, de territorios libres o en avances de liberación, con la clara intención de poder enfrentar -mediante alianza real- las coacciones feudales impuestas por doquier. Ninguna nación moderna emerge sin estado llano, sin burguesía en ascenso no habría ciudadanos.
Los burgos, los burgueses, lo primero que afirmaban eran los derechos de autogobierno en territorios puntuales, periféricos a los asentamientos medievales. En los burgos, el comercio y el trabajo se ejercían con paulatina libertad. Los derechos se lograban mediante compra de un privilegio real o en su defecto, se arrancaron por usurpación revolucionaria. “El aire de la ciudad os hará libres” fue una dulce proclama. En dichos territorios, el mercado, sobre todo, el del trabajo, era libre – y por demás: autorregulado. Todo, observado por las ordenanzas del mismo ayuntamiento, quien ejercía gobernanza a cabildo abierto en los asuntos públicos. En tanto, la mentalidad rentista de la nobleza y su estatus basó su poder en la riqueza inmobiliaria y la guerra, la mentalidad burguesa innovadora lo fincaba en el crecimiento de la riqueza mobiliaria. En el aumento del capital.
En la colonización de América, las ciudades, gozaban de derechos reales. Era la forma segura de adentrarse a territorios y reclamarlos para la Corona. De manera que la conquista fue un acto de inversión de capital, de iniciativa personal; un privilegio real que legitimaba el derecho a la apropiación territorial de los entornos de las ciudades prehispánicas y sus poblados, incluso el derecho a congregarlos en lugares específicos. Por eso, aunque la Corona toleró una radical destrucción inicial, luego, reaccionó como ofendida, protegiendo los derechos originarios con las leyes de indias (el Derecho Indiano), pues sin ello no había posibilidades de riqueza alguna.
Y si en los territorios americanos la ciudad servía, más que nada, de punta de lanza; quizá por ello, la modernidad de América no fue portadora de derecho ciudadano, sino señorial. Se era súbdito, antes que ciudadano y como tal uno se asumía. Por eso, en relación con las ciudades europeas emanadas del burgo, resultaron ser: híbridos casos de sumisión jerárquica. Conformismo alternado con breves lapsos de conciencia social y rebeldía moral; empero, a finales del siglo XVIII era patente que la conciencia ilustrada sentaba sus reales en las mentes de las ciudades, en buena parte alentada por la educación jesuita y por supuesto la influencia de la Revolución Francesa. Puebla de los Ángeles era ciudad educativa, o sea, ciudad jesuita, sostenida con sus grandes colegios, cuya cúspide fue el Colegio del Espíritu Santo (edificio Carolino de la BUAP) y por supuesto no fue inmune ante el extrañamiento jesuita. En esa coyuntura emergieron los ciudadanos imaginarios (Fernando Escalante Gonzalbo), cuya ficción fraguó a lo largo del siglo XIX y se extendió como derechos formales hasta las postrimerías del siglo XX.
Justamente, la llamada transición democrática, palpable en sus luchas desde la última década del siglo pasado, reemplazaba al ciudadano imaginario, por los ciudadanos de verdad, empero, la experiencia mostró que la formación de ciudadanía no puede acelerarse quemando etapas (porque en vez de evolucionar hacia un sistema parlamentario, se apuntala el presidencialismo exacerbado).
Las ciudades implican cristalizaciones sociales en el tiempo largo, cada historia urbana es un filtro que purifica la memoria del mundo. Las ciudades son monumentos al valor de la sobrevivencia humana. Hitos de la civilización. Y entonces… ¿Por qué habrá tanto urbanofóbico?
– Bueno. El pensamiento romántico tardío siempre extrañó al buen salvaje, amó los mitos y eso nunca desapareció del todo. Abrazó la naturaleza, lo mágico religioso y la poesía. Catastrofistas posmodernos son productos posrománticos, cuya posverdad implica la posibilidad de validar todo lo que contribuya al desencanto del mundo.
Para algunos de ellos, el mundo es un bodrio. Negacionistas como son: jamás admiten que las ciudades sean portadoras de bienes y males. Algún urbanista así me dijo: -¡Las ciudades son errores formativos de la humanidad!.
Lo que yo creo es que las ciudades son el más preciado objeto de análisis dialéctico a la espera de ser repensado. Sí, la ciudad… esa desconocida.