Planificar es conducir un todo hacia un destino previamente elegido, un objetivo socialmente compartido. La planeación puede ser impuesta desde arriba, en cuyo caso es un acto autoritario, o puede provenir desde abajo, y en ese caso es un acto concertado.
La planeación es una acción comunicativa. Implica una secuencia convergente de actos multidisciplinarios, conducidos por el poder político, que a través de metas establecidas y medibles, define la ruta hacia un anhelo de prosperidad. Materializar un programa de gobierno o de partido en el gobierno implica poner en movimiento un caudal de recursos, así como de instrumentos políticos, económicos y sociodemográficos o socioculturales. En México, aunque la planeación fue, a menudo, sectorial –industrial, turística, educativa– y en algunos de esos aspectos dio resultados, la planeación indicativa siempre marcó una huella territorial. Las preguntas de dónde, cuándo y cómo, trascendían al para qué y para quiénes lo hacemos. En este sentido, la planeación o planificación del desarrollo sigue siendo un gigantesco acto analítico y observacional, que implica manejo diestro de datos para emitir diagnósticos de la situación actual, lo que permite identificar posibles terapias, que en planeación se llaman estrategias y programas.
En cierto momento, el trabajo interdisciplinario pone en marcha a responsables (como el vocal ejecutivo, por ejemplo) y comisiones ad hoc, que establecen seguimientos, tomando como referentes metas evaluables y propósitos de transparencia. En sus principios, la planificación fue altamente productiva y redistributiva, y las expectativas del desarrollo eran por eso muy altas. El éxito dependía de qué tan bien se habían cumplido las metas y del ajuste del objetivo a seguir, es decir, el logro de la superación de la adversidad o contingencia.
La planeación de los planes quinquenales del gobierno soviético, implementados a fines de los años 1920 –después del fracaso de la Nueva Política Económica (NEP)– despertó mucho interés en Occidente, justo inmediatamente después de los fuertes ajustes en la política económica de los estados capitalistas, en respuesta a las crisis generadas por la Gran Depresión y el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. Desde Keynes, se dio apertura a la planeación indicativa, lo que implicaba la intervención del Estado en la economía. En esta modalidad sectorizada de la planeación, se enfatizaban los proyectos público-privados o interinstitucionales. En México, tomó el nombre de economía mixta, cuyo arquetipo fue la empresa paraestatal.
Los gobiernos posrevolucionarios, en cierto momento crítico de su reconstrucción, sintieron la necesidad de planificar. Podría llamarse aquella euforia “en la búsqueda del tiempo perdido” (con perdón de Proust). De manera que el Partido Nacional Revolucionario, bajo la total influencia del jefe máximo de la Revolución, promovió el I Plan Sexenal, con el cual gobernaría el general Lázaro Cárdenas a México entre 1934 y 1940. Fue de tal calado la iniciativa del partido que cuando se le impugnó al presidente cierto radicalismo en la acción gubernamental, él mismo respondió que solo trataba de cumplir las metas señaladas en el I Plan Sexenal.
El gobierno del general Manuel Ávila Camacho tuvo como marco de propaganda electoral el II Plan Sexenal, esta vez bajo la ideología depurada de la Revolución Mexicana y, como estaba formado con las bases obreras y campesinas, aparecía como más radical que el primero. Por fortuna para este presidente conciliador, la política de Unidad Nacional, necesaria contra la guerra al eje Tokio-Roma-Berlín, lo mantuvo en el cajón del archivo muerto. Después de lo cual, la planeación del desarrollo fue reconsiderada hasta 40 años después.
Fue hasta los años 1980, como respuesta racional a la escasez de recursos públicos. Las devaluaciones se acentuaron durante el gobierno del licenciado Miguel de la Madrid y, en dicha coyuntura, aunque los cuerpos conceptuales de la planeación ya eran robustos, y el gobierno retomó un Plan Nacional que el mismo secretario de Programación y Presupuesto había realizado en 1980, el nuevo gobierno federal hizo obligatoria la planeación en todos los niveles, lo cual coadyuvó a paliar las crisis, pero no a evitar el agotamiento de un modelo de crecimiento en franca crisis estructural.
Los años 1980 fueron plenos en el ejercicio de planear. El gobierno de Salinas de Gortari desechó la planeación total, aunque fomentó la planeación sectorial y regional en algunos rubros, con mediano éxito. El presidente Zedillo hizo mutis de la planeación. Años después, Fox trató de recuperar la idea de planeación comprensiva e integral, pero entonces esta estaba retorcida por efectos del impacto global y del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, lo que había transformado las condiciones de productividad en el país.
Entre la planeación regional, sin duda, el mejor exponente fue el de cuencas hidrológicas, y en lo particular el de la cuenca del Papaloapan y la cuenca del Tepalcatepec en Michoacán, seguidos de resultados parciales en las cuencas del Balsas, río Grijalva y río Fuerte, entre otros. Sus mejores tiempos fueron entre 1945 y 1965; las acciones fueron integrales y se propuso una planeación urbana interesante. En lo urbano no hay totalidad, solo fragmentos nuevos o arreglados.
En síntesis, la planeación es un instrumento útil para ciertos propósitos y, como técnica de racionalidad instrumental, es indispensable. Pero es un camino, no un fin. No basta con adjetivarla como integral o sistémica, ni con exaltar sus cualidades holísticas y dotes sinergéticas.
A decir verdad, en algún punto del camino perdió la ruta. ¿En qué punto? No lo sé. Pero, por fortuna, la planeación regional sigue siendo indispensable y mantiene un buen cuerpo teórico; en tanto, la planeación urbana y metropolitana son, desde mi punto de vista, defectuosamente normativas, lo cual les resta fuerza a la toma de decisiones firmes, a la vez que estimula las tentaciones especulativas. Sí, la planeación del desarrollo regional tuerce menos los caminos.