Una de las consecuencias negativas que ha dejado el resultado electoral del 2 de junio es la creación de espejismos que muestran una falsa realidad política tanto para los integrantes del bando ganador como para los del bando perdedor.
A partir de la victoria y de la consecución del carro completo, los candidatos de Morena (y sus partidos aliados) asumen que hicieron una gran campaña, que no cometieron errores y que gracias a ellos mismos consiguieron el boleto para permanecer o arribar al poder en el futuro inmediato.
Olvidan que una gran parte del triunfo que hoy disfrutan se la deben al presidente López Obrador y a todo lo que este llevó a cabo durante cinco años y medio para hacer de su partido una aplanadora electoral.
Algo parecido ocurrió en 2018.
La soberbia de los victoriosos se convirtió en vergüenza para muchos de ellos tres años después, cuando fueron derrotados en los comicios intermedios.
Creer que se gana por méritos propios es la ilusión que provoca en los vencedores el avasallamiento del enemigo.
Pero los vencidos no escapan al fenómeno.
En este bando se construye la idea de que se perdió por culpa del tsunami al que no se podía combatir y por ello se evaden responsabilidades.
Este grupo considera inútil evaluar el desempeño de las campañas debido a que los electores votaron casi en automático por los seis aspirantes de la 4T, sin detenerse a reflexionar acerca de la eventual conveniencia de hacerlo por los candidatos de oposición.
La reflexión es sesgada y muy cómoda para quienes no quieren afrontar sus yerros y pretenden ir a la siguiente contienda electoral sin realizar ajustes de fondo en su labor.
Si hay un sector de la política partidista que requiere hacer cambios profundos, incluso estructurales, para ser competitivo en el futuro y albergar posibilidades reales de ganar una contienda, ese es el de la oposición, pero principalmente el que coexiste bajo las siglas del PAN, el instituto que quedó en segundo lugar y que conservará su estatus como alternativa opositora para aquellos ciudadanos que deseen un cambio de colores en la próxima batalla.
El problema para el panismo radica en la falta de autocrítica de sus dirigentes y en el interés ya exteriorizado de algunos de ellos por extender su estancia al frente del partido.
Tras el naufragio, asirse al Comité Directivo Estatal parece una buena oportunidad para sobrevivir, mantener vigencia y tratar de regresar dentro de tres años, pero esa es una mala ruta de reconstrucción institucional si lo que se debe armar es un partido verdaderamente opositor, soportado en la pluralidad no solo de opiniones, sino también de corrientes y grupos, que enriquezca su vida interna y que represente por igual los intereses de sus miembros.
Eduardo Rivera Pérez no es el dirigente que el PAN necesita para enfrentar esta caótica etapa.
Hace mucho dejó de ser un político crítico y combatiente.
En campaña por la gubernatura lo fue solo en el debate y en una o dos conferencias de prensa, pero nada más.
Con las cuentas públicas del ayuntamiento de Puebla pendientes de revisión en el Congreso menos lo será.
Rivera tampoco es un líder incluyente, abierto a la participación de actores ajenos a su impenetrable (y muy añejo) grupo compacto.
De eso han dado nutridos testimonios los colaboradores que ha tenido a su paso por dos administraciones municipales.
Una presidencia partidista a su cargo sería solo la continuación de lo que ya se ha visto con Augusta Valentina Díaz de Rivera y el comienzo de un nuevo ciclo de apropiación de la marca para provecho personal.
El PAN requiere de otro perfil.
Uno que no mire a la dirigencia como bien patrimonial y que no pretenda usarla como medio de satisfacción para sus ambiciones particulares.
Edmundo Tlatehui no representa una mejor alternativa.
El edil de San Andrés Cholula atrajo reflectores por la victoria panista en ese municipio, pero alberga proyectos políticos, personales y familiares, que lo meterán en conflicto de interés si arriba a la dirigencia.
Acción Nacional tiene que mirar más allá de los deseos de sus caciques, replantear su vida orgánica y elegir una dirigencia (quizá colegiada) que dé prioridad a la atención de las demandas comunes. A menos, claro, que no le importe caer al tercer o cuarto lugar de las preferencias en las elecciones por venir.