En febrero de 2020, el entonces gobernador Miguel Barbosa Huerta tomó una decisión que, a la postre, resultaría altamente dañina para el estado de Puebla: designó al abogado Raciel López Salazar como secretario de Seguridad Pública (SSP).
El chiapaneco López Salazar sustituyó al almirante Marco Antonio Ortega Siu, un recomendado directo del presidente Andrés Manuel López Obrador, que no solo no dio los resultados esperados en los escasos meses que estuvo al frente de la SSP, sino que nunca logró entenderse con Barbosa Huerta –entre otras cosas, porque el marino solo le reportaba a sus mandos en la CDMX.
La llegada de Raciel generó alta expectativa. Se esperaba que su experiencia y paso por importantes cargos federales y estatales serían garantía de que las cosas mejorarían en materia de seguridad.
Pero el desencanto llegó pronto y no solo eso, al poco tiempo se encendieron todas las alarmas: agentes del Ministerio Público, policías de a pie, abogados, jueces y magistrados, así como diversos actores políticos y sociales y medios de comunicación empezaron a notar que Raciel López y sus allegados –conocidos como “Los Chiapanecos”– hacían todo, menos garantizar la seguridad de los poblanos.
Todavía peor: comenzaron a surgir denuncias sobre casos de extorsión y chantaje desde la mismísima SSP, así como evidencias muy claras de que el titular de la dependencia y sus principales operadores habían establecido fuertes vínculos con determinados grupos de la delincuencia organizada, a quienes se protegía de forma descarada.
Había detenciones de delincuentes, sí, pero solo de los integrantes de los grupos con los cuales no se estableció un acuerdo, o eran enemigos de aquellos con quienes sí lo había.
La SSP fue tomada literalmente como un “negocio” y el asunto, con el paso del tiempo, adquirió nivel de escándalo.
Poco a poco, los informes de las andanzas de Raciel López Salazar y su pandilla llegaron de forma inevitable al gobernador y fue tal el cúmulo de abusos y excesos en agravio de la ciudadanía, que Miguel Barbosa no tuvo otra que despedirlo fulminantemente, arrepintiéndose de haber hecho caso a las interesadas recomendaciones que de él hicieron algunos de los integrantes de su gabinete, y ciertos asesores jurídicos, también oriundos del estado de Chiapas.
Catorce meses después de su llegada, el secretario se fue de Puebla junto con sus cómplices –entre ellos Pedro León Toro, subsecretario de Coordinación y Operación Policial; Jaime Padilla Barrientos, director general de Grupos Especiales, y Karina Sauceda, directora de Vialidad Estatal–, dejando a la SSP desmantelada y al estado, con inconfesables acuerdos con ciertos grupos del crimen organizado, algunos de los cuales, a la fecha, ha sido imposible extirpar.
Para sorpresa de propios y extraños, en junio de 2023, Raciel fue nombrado titular de la Fiscalía General del Estado (FGE) en Quintana Roo por decisión de la gobernadora Mara Lezama Espinoza, de Morena. “Pobres quintanarroenses“, dijeron los poblanos.
La larga –pero necesaria– referencia viene a cuento a la luz de lo que está pasando con la Fiscalía General del Estado (FGE) de Puebla y su titular, Idamis Pastor Betancourt.
Desde su nombramiento por el Congreso del estado en diciembre de 2024 –conformó una terna propuesta por el gobernador Alejandro Armenta Mier–, la funcionaria (expresidenta del Tribunal Electoral del Estado) ha estado “en el ojo del huracán” y permanentemente envuelta en polémica.
Su gestión ha sido esencialmente de claroscuros: si bien por un lado ha logrado resolver algunos de los casos más mediáticos y políticamente delicados y explosivos de lo que va del sexenio, por el otro, la incorporación de perfiles provenientes de la Ciudad de México y el Estado de México en posiciones estratégicas, ha levantado muchas cejas y sembrado gran preocupación tanto dentro como fuera de la Fiscalía.
Dicha preocupación no hizo sino aumentar tras trascender hace unos días graves actos de corrupción contra empresarios poblanos, que causaron el despido de Miguel Islas López, titular de la Fiscalía Especializada en Investigación de Delitos de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita, y del coordinador de la misma área, Jorge Malváez Rodríguez, así como del responsable de la Fiscalía Especializada en Investigación de Delitos de Alta Incidencia, Luis Antonio León Delgadillo.
La detención, el pasado 9 de octubre, de Javier Millán, conocido empresario dueño de restaurantes, gimnasios y antros como “40 Grados” y “Mamitas”, fue el detonante de lo que estos funcionarios –ahora exfuncionarios– y sus operadores venían practicando a través de una red creada específicamente para manipular carpetas de investigación o crear expedientes “fantasma” con fines de extorsión.
Ninguno de los presuntos afectados presentó una denuncia formal. ¿Y es que quién en su sano juicio va a presentar una denuncia contra funcionarios de la misma Fiscalía encargada de investigarlos y, en su caso, sancionarlos? La iglesia en manos de Lutero. Fue hasta que algunos de los extorsionados tocaron la puerta del Gobierno del estado para informar de la situación, que la fiscal Idamis Pastor Betancourt decidió cortar las cabezas de los señalados. A la fecha se desconoce si solo se les despidió sin abrir una investigación formal.
El caso, delicadísimo por donde se le vea, no ha hecho sino encender todas las alarmas y recordar, precisamente, guardando ciertas comparaciones, lo sucedido en la oscura época del chiapaneco Raciel López Salazar, una época que absolutamente nadie en Puebla quiere de regreso.
Entre los conocedores de las verdaderas entrañas de la FGE se comenta insistentemente de la enorme influencia que tienen dos personajes en las decisiones clave de la dependencia: uno es Miguel Ángel Pérez Lugo, jefe de la oficina de la fiscal, y otro Quiquet Pastor Betancourt, hermano de la fiscal y sin nombramiento oficial acreditado, al menos públicamente.
Otro funcionario que ha llamado –y mucho– la atención es Oswaldo Jiménez Juárez, fiscal de Investigación Metropolitana y quien también proviene de la CDMX, donde estuvo relacionado con el tristemente célebre caso Wallace.
Hoy, la Fiscalía de Puebla se encuentra en una verdadera encrucijada: un dilema de urgente resolución:
Reproducir o mantener viejos y nocivos modelos que empañan no solo el trabajo sino la reputación de la dependencia encargada de procurar justicia en el estado de Puebla o realizar una verdadera limpia, a fondo y sin asomo de dudas, de aquellos funcionarios posiblemente relacionados con delitos o malas prácticas, para recuperar la confianza de una sociedad que ya no cree en nada ni en nadie y que ya no ve lo duro sino lo tupido.
Como diría el clásico: el balón está en la cancha de la fiscal Idamis Pastor Betancourt y solo en su cancha.
Hay tal preocupación social que si bien no se han pronunciado al respecto, algunas cámaras empresariales están recomendando a todos sus socios y socias –cito textualmente– “formalizar todas las gestiones que tengan que ver con la FGE, evitando acuerdos verbales, e implementar protocolos internos de respuesta ante visitas, requerimientos y posibles presiones, así como contar con representación legal especializada en todo momento”.
De ese tamaño.