De promesa a paria de la política.
Tal ha sido el trágico cómico camino del empleado de El Yunque Eduardo Rivera Pérez.
Un sujeto obcecado, traicionero, hipócrita y acostumbrado –lo dicen propios y extraños– a incumplir acuerdos, sagrados en política.
En esencia, un resumen perfecto del –salvo honrosas excepciones– “panista promedio”.
El toluqueño Eduardo Rivera tuvo todo para ser todo y terminó prácticamente sin nada.
Su carrera en Puebla es un compendio de todo lo que no se debe hacer en política profesional.
De hecho, debería darse un curso, tomándolo como ejemplo, a todos quienes aspiran a dedicarse a la política para no repetir sus errores, hijos de la soberbia y la ignorancia.
Tres veces aspiró a ser alcalde capitalino y dos veces lo consiguió.
La primera, gracias a Rafael Moreno Valle Rosas –que lo montó sin querer queriendo en su ola opositora y lo ayudó a derrotar al candidato del marinismo: Mario Montero Serrano.
Aquella vez, Eduardo Rivera ganó y no supo ni cómo ni por qué: mientras él soñaba con llenar el parque de El Carmen para “mostrar músculo”, Moreno Valle tenía otros planes, entre ellos atiborrar el estadio Cuauhtémoc. De ese tamaño la distancia, y la diferencia, entre un animal político y un aprendiz de político.
La segunda vez que lo intentó, fracasó. Fue arrollado por una ilustre desconocida como Claudia Rivera Vivanco.
La tercera vez, logró vencer, sí, pero fue gracias a la ayudadota –que nadie notó (risas grabadas)– del gobernador Miguel Barbosa Huerta, quien prefirió que ganara un panista tan mediocre como Rivera Pérez a vivir para ver cómo su odiada Claudia Rivera lograba reelegirse.
A partir de ahí, el fracaso: fracaso tras fracaso.
Pérdida tras pérdida.
Ridículo tras ridículo.
A pesar del supuesto expertise que presumía, en su segunda oportunidad como alcalde de Puebla terminó realizando una desastrosa gestión municipal, tanto que todavía hoy la ciudad paga las consecuencias.
Luego abandonó –literalmente– el municipio y se lanzó a una misión suicida: la candidatura del PRI-PAN a la gubernatura.
Por supuesto, no había condiciones de triunfo y fue aplastado totalmente por el hoy gobernador Alejandro Armenta Mier.
Hizo la peor de las campañas, se rodeó de ineptos, exhibió su verdadero tamaño como político y acabó mordiendo el polvo.
Al perder la gubernatura perdió, de facto, la senaduría plurinominal a la que podría haber accedido con facilidad si hubiese tenido una buena lectura de la coyuntura y si hubiera comprendido que en 2024 sencillamente el PAN no tenía nada qué hacer frente a la locomotora electoral de Morena, una locomotora manejada por Andrés Manuel López Obrador.
En el intermedio, fue incapaz de imponer candidato propio a la presidencia municipal de Puebla y no tuvo otra opción que dejar pasar a su odiado Mario Riestra Piña, a cuya derrota siempre le apostó aunque con ello los panistas perdieran el ayuntamiento más importante del estado –y así, los cientos de empleos que obviamente pasarían en automático a otras manos.
A continuación, Eduardo Rivera sufriría la peor, la más severa, la más dolorosa de sus derrotas: perdió el control del Comité Directivo Estatal del PAN, que manejó a su antojo por años.
El golpe fue directo al corazón: el empleado de El Yunque se quedó verdaderamente huérfano, sin poder decidir por primera vez sobre las millonarias prerrogativas, los sueldos de la nomenclatura partidista y la imposición de candidaturas a cargos de elección popular, el negocio de negocios.
El arribo de la dupla Mario Riestra-Genoveva Huerta (con el apoyo del armentismo, aunque esa es otra historia) significó un mazazo mortal para quien empezó vendiendo gelatinas y nunca imaginó llegar tan lejos en la política.
¿Qué siguió después?
El descenso a los infiernos.
Primero: no pudo pelear por la dirigencia del Comité Municipal del PAN en la ciudad de Puebla. No le alcanzó ni para poner candidato o candidata propia. Hipócritamente mandó a algunos de sus operadores, de última hora, a apoyar a Guadalupe Leal. Cuando esta perdió (aunque el proceso está en litigio) frente al candidato de Mario Riestra, Manolo Herrera, fingió ignorancia, se dio la media vuelta y, como buen mago, desapareció en medio de mucho humo de la escena. La derrota, de cualquier forma, nadie se la quitó de encima.
(Antes, hay que recordarlo, lo metieron con fórceps a la campaña de Jorge Romero para la dirigencia nacional del PAN. Cuando Romero ganó, lo colocó como secretario de Asuntos Sin Importancia del CEN, lejos, muy lejos, donde no haga daño).
Y segundo: el pasado fin de semana, en medio de berrinches, verdades a medias y mentiras completas –y algunas tristes escenas por parte de sus corifeos–, Eduardo Rivera finalmente sufrió su enésima derrota: perdió el Consejo Estatal del PAN, es decir, el órgano interno de mayor importancia, pues es desde donde se controla a todo el partido.
Como si fuera un chiste mal contado, la dupla Mario Riestra-Genoveva Huerta le aplicó una dosis de su propia medicina (el que las hace no las consiente) y con sus mismas mañas y artimañas –como el uso de acordeones para dirigir el voto de los asambleístas–, no le ganaron: lo humillaron, literalmente, consumando así la expulsión física, política, moral, económica y simbólica del grupo que históricamente más daño le ha hecho al PAN poblano: el de Eduardo Rivera Pérez.
Un individuo al que hoy solo le queda una diputación federal –la que ostenta su esposa– y dos o tres diputaciones y regidurías ocupadas por súbditos suyos, mismos que no solo no le ayudan, sino le estorban.
Un sujeto que siempre, siempre quiere pasar por listo, por el más listo de la clase, pero que no, no lo es, para nada, y que, para colmo, es corto de entendederas, pues visto lo visto, vivido lo vivido, y sufrido lo sufrido, nomás no entiende que no entiende…