El lugar común afirma que Puebla ha estado inmerso en una espiral convulsa desde el 2018. Ese año, en un periodo de apenas seis meses, los poblanos fuimos testigos de una férrea campaña por la gubernatura, un conflicto poselectoral –que ganaron los impugnados– y la muerte –hoy todavía objeto de especulaciones– de la gobernadora Martha Erika Alonso y de su esposo el senador Rafael Moreno Valle. El legislador, que quería ser Presidente, había maniobrado todo lo necesario, y hasta lo imposible, para encumbrar a su cónyuge en esa posición. Lo logró, nada más por 10 días.
Alonso comenzó un sexenio que terminó el pasado viernes con Sergio Salomón Céspedes. Pero entre ellos hubo dos encargados de despacho: Jesús Rodríguez y Ana Lucía Hill; un gobernador interino: Guillermo Pacheco Pulido, y un mandatario electo que falleció tres años después: Luis Miguel Barbosa. La tragedia repetida, los virajes partidistas, el estilo rijoso –muchas veces destructivo– de uno de ellos y la imposibilidad de emprender políticas públicas de largo aliento dieron al traste con ese periodo.
Céspedes apagó el incendio de Barbosa y puso a trabajar una maquinaria gubernamental, contrastante con la gestión sustituída, que no podía durar más allá de dos años, los que le restaban al sexenio. El lugar común, entonces, parece acertado: Puebla la ha pasado mal desde el 2018.
En mi opinión, estrictamente personal y subjetiva, la entidad ha estado metida en crisis durante mucho más tiempo. Desde febrero de 2006, cuando el entonces gobernador Mario Marín fue exhibido públicamente por usar la fuerza del Estado para encarcelar a la escritora Lydia Cacho, solo para dar gusto a su amigo empresario, de origen libanés, Kamel Nacif Borge. El suceso derivó en una avalancha de acontecimientos que se convirtieron en antecedentes de lo que ocurrió después, hasta nuestros días.
Tras el escándalo Puebla se volvió objeto de escarnio nacional gracias al “góber precioso”. Y el “góber”, reducido política y moralmente por las circunstancias, se aisló, apartándose del ejercicio del poder que entregó parcialmente a sus principales colaboradores. Uno de ellos fue Javier López Zavala, que después, con el desprestigio del “jefe” a cuestas, fue arrasado en la elección de gobernador del 2010 por un Moreno Valle que “embelleció” el estado, principalmente en la zona metropolitana, pero también lo exprimió para la consecución de sus proyectos e intereses personales.
Si con Marín predominó la parálisis, con Moreno Valle lo hicieron el temor y el sometimiento. El falso panista modificó la Constitución para crear una minigubernatura –de apenas 22 meses– en la que puso a “Tony” Gali Fayad y luego allanó el camino para la postulación de su esposa. De 2010 a 2018 derrochó energía y recursos públicos para esculpirse a sí mismo como precandidato a la presidencia de la república.
La obsesión de Moreno Valle por dejar a Martha Erika en la gubernatura provocó heridas emocionales profundas en un Barbosa que poco tiempo después comenzó a desquitarse desde la sede central del poder, en Casa Aguayo. Como sus odiados rivales ya no estaban vivos, la furia barbosista cargó contra todos los demás, así hubiesen sido sus aliados en el pasado o no.
La inestabilidad política y social de Puebla no comenzó en 2018, sino 12 años más atrás. Por eso es trascendente el arranque de una nueva etapa para el estado, que se establece a partir del arribo de Alejandro Armenta Mier, de Morena, a la gubernatura.
Hoy no hay convulsión política ni social. Esas se apaciguaron en los últimos dos años, de la mano de Céspedes. Lo que sí hay es un grave y cada vez más extendido problema de inseguridad, así como una necesidad enorme de poner en marcha planes, proyectos y estrategias públicas que conduzcan a mejoras de fondo, estructurales, en el largo plazo.
Por ahí marcha el reto del nuevo gobernador. El sábado en el Centro Expositor informó frente a sus invitados aquello que pretende hacer por Puebla en los siguientes seis años. Fue una presentación de metas sumamente ambiciosas. Y no está mal, por el contrario. Su tarea será conseguir los recursos para lograrlo y mover a sus colaboradores, a todos, para trabajar en su concreción.
Alejandro Armenta, que al mediodía de hoy estará en el zócalo de Izúcar de Matamoros para presentar un proyecto denominado “Puebla mágica y milenaria”, tiene la responsabilidad histórica de encauzar al estado. Lo curioso es que también tiene la oportunidad de corregir aquella espiral de sucesos desafortunados que empezó, en mi opinión, con el escándalo de 2006 que tuvo como protagonista y villano a su entonces jefe.
Cada arranque de gobierno se renueva la esperanza.