Cuando no hay contrapesos naturales fuera del oficialismo, cuando la oposición institucionalmente formalizada carece de capacidad para poner límites al uso y abuso del poder, los contrapesos, tan necesarios y deseados en este momento crítico del país para garantizar la sobrevivencia de nuestra democracia, podrían venir, incluso, en un giro inesperado, desde dentro.
“Con la reforma judicial se han sentado las bases para convertir a México en una tiranía”, acusa en una sorpresiva reaparición pública el ex presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, que tras las elecciones del año 2000 fue flagelado por sus compañeros de partido, el PRI, por no recurrir a las trampas del viejo instituto político para conseguir la victoria de su candidato presidencial, Francisco Labastida Ochoa, y garantizar la continuidad del régimen.
“Sheinbaum”, cerró el ex mandatario mexicano, que gobernó al país durante los últimos seis años del siglo 20, “puede ser el rostro, sin ningún poder, de un régimen de partido en una tiranía, o puede ser, y yo creo que tiene la capacidad, espero que tenga la visión, para ser la presidenta de una república democrática, de una república progresista, donde se construya y se respete el estado de derecho.”
Zedillo no es el primer observador que mira en la futura presidenta de México la única vía posible para lograr la restauración del sistema de controles y equilibrios que el mandatario saliente, Andrés Manuel López Obrador, ha eliminado.
La reforma judicial ha sido el golpe más fuerte, pero el tabasqueño también ha arremetido en contra de otras instituciones autónomas, como el Instituto Nacional Electoral y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales. Ha desacreditado a las agencias independientes que supervisan y opinan sobre asuntos antimonopolio y de comunicaciones. Y en general ha atacado –desde el púlpito de las mañaneras– a todos aquellos que se expresan en sentido opuesto a sus intereses, incluidos, por supuesto, los periodistas.
Ese estilo autoritario, llevado a la constitución, sin la existencia de equilibrios, nos coloca en riesgo de caer en la tiranía, como advierte Zedillo.
Frente a la incapacidad de la oposición para impedir esta tendencia sistemática del presidente, que se agudizó en la recta final de su mandato gracias a la mayoría calificada que obtuvo en el congreso de la unión, ahora queda la expectativa puesta en el papel que asumirá su sucesora a partir del primero de octubre.
Claudia Sheinbaum tomará el mando en un país convulso y sumido en la crítica internacional por culpa de las últimas decisiones de López Obrador, quien, por su parte, pretenderá conservar el poder desde las sombras. De ahí que Zedillo haya dicho que “la doctora” puede ser el rostro sin poder de un régimen de partido en una tiranía.
El ex presidente no habla por mera ocurrencia. Ha leído en el virtual arribo de Andrés Manuel López Beltrán, “Andy”, a la dirigencia de Morena, la estrategia anticipada de López Obrador para definir el rumbo político del país, más allá del sexenio que apenas está por comenzar.
De eso se trata el “régimen de partido”, de Morena, el movimiento fundado por López Obrador, próximamente en manos de su hijo, ubicado en la élite del poder político por encima de la presidencia de la república.
La gran incógnita radica en Claudia Sheinbaum.
¿Permitirá la presidenta que López Obrador se salga con la suya, aun a costa del precio político e histórico que tenga que pagar?
Eso se sabrá en los años por venir.
Mientras tanto, hoy por hoy la esperanza, acaso ingenua, recae en ella, como eventual restauradora de los equilibrios y la separación de poderes que el tabasqueño, su guía político, hay que recordarlo, pulverizó.
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En el poder judicial hay corrupción, nepotismo y privilegios que se tienen que terminar, y la democracia del país es coja y deficiente, podrá usted decir, amable lector. Y tendrá razón en ambos casos. Pero lo que viene, como quedó asentado, será peor.