Gerardo Tapia Latisnere salió de la Ciudad de México a eso de las 10:40 de la noche del lunes 4 de diciembre.
Con él iba su hermana Lulú.
A la altura de Río frío, entre los kilómetros 50 y 52, saliendo de una curva, se topó con varias piedras que impedían la circulación.
Sus reflejos operaron y cruzó la trampa mortal a 140 kilómetros por hora.
No sólo una llanta se despedazó, el rin quedó deshecho.
Al igual que el auto de Gerardo, otros vehículos cruzaron las piedras con similares consecuencias.
Mientras su hermana lloraba, víctima de la angustia, Gerardo siguió manejando hasta que encontró una talachería situada a unos pasos del kilómetro 53.
Por su mente cruzaron historias de pavor, esas que cada día son más constantes en las autopistas de México.
Varios autos –ocho en ese momento– hacían fila para que el talachero cambiara los neumáticos de caucho.
Los conductores tenían una expresión generalizada: nervios metidos en la angustia, rostros pálidos (de asombro y miedo) y un río de adrenalina al interior de cada uno.
El frío salía por todos lados.
Gerardo marcó el 074, de Caminos y Puentes Federales (Capufe), y le atendió el empleado Mauricio Martínez.
Eran las 11:14 de la noche.
Narró los hechos con una voz que ya no era la suya.
El hombre, sin asombro alguno, tomó los datos y le dijo que iba a radiar a la Guardia Nacional.
Fue inútil.
Los minutos pasaron sin que hubiera rastros de los uniformados.
Nuevos vehículos siguieron llegando a la talachería a la mitad de la noche.
El dueño del negocio respondió a pregunta expresa que todos los lunes ocurren esas cosas y que la Guardia Nacional nunca aparece.
Un señor llegó en un auto junto con sus dos hijos.
Tras los impactos de varias balas, optó por detenerse al pasar la línea de piedras.
Pésima idea.
Fueron despojados de sus pertenencias.
El miedo se mezclaba con la furia y la frustración.
Una extraña solidaridad bañó el kilómetro 53 de la autopista México-Puebla.
Alguien preguntó dónde carajos estamos.
La respuesta los hizo sonreír amargamente:
“Estamos en Río Frío”.
Los bandidos de Río Frío, se dijeron algunos.
La célebre novela de Manuel Payno, basada en hechos reales, aparecía en forma de ironía en el peor de los momentos.
Como a principios del siglo XIX, ahí andaban los facinerosos –herederos del coronel Relumbrón y otros bandidos– sembrando el caos y el terror con la evidente complacencia de la Guardia Nacional.
Para entonces, a escasos metros de la talachería, pasaban los uniformados a bordo de sus camionetas, pero no respondían a los llamados de angustia.
11:40 de la noche, nueva llamada de Gerardo al 074.
Ahora lo atiende el empleado Gustavo Vargas.
Nueva narrativa de los hechos.
Respuesta terriblemente similar:
“Voy a radiar a la Guardia Nacional”.
“Hace veinticinco minutos me dijeron lo mismo y no pasa nada”, protestó Gerardo.
“Voy a radiar a la Guardia Nacional”, fue la idéntica, cínica, respuesta.
Por fin, el talachero hizo el trabajo en el auto de Gerardo.
Con la llanta de repuesto a cuestas, el vehículo llegó a la altura de la desviación a San Martín Texmelucan.
Ahí lo que sobraban eran uniformados de la Guardia Nacional haciendo su agosto –a través de un retén– con los traileros y los camioneros que pasaban por ahí.
Al cruzar la caseta de cobro, un nuevo retén de la Guardia Nacional operaba en las sombras a la altura del Arco de Seguridad.
Eran las dos y media de la madrugada cuando Gerardo y su hermana Lulú llegaron a Puebla.
Atrás quedaban la negra noche, el frío, la rabia y el terror.
Y la promesa de no volver a viajar de noche por la autopista.
Fantasía para un gentil hombre
Don Moisés Romero Beristain recibió este martes el reconocimiento “José María Lafragua” en la Escuela Estatal de Formación Judicial.
Un ingrediente tuvo: el homenajeado solo se enteró cuando los representantes del Poder Judicial hicieron público el muy alto honor.
Gran conversador –divertido, inteligente, sabio–, el notable académico ha cruzado varias universidades nacionales e internacionales a lo largo de su vida.
Lo mismo ha sido catedrático en la UNAM, la UDLAP y el Tec de Monterrey que en las universidades de Grenoble y Annecy, en Francia.
En una comida, organizada por su talentoso hijo –el notario Alejandro Romero Carreto–, pude disfrutar la sabiduría y el sentido del humor de este gran maestro.
A sus noventa años ha logrado convertirse en el sueño de muchos: es un hombre feliz.
Y a esa edad en la que muchos ya están hechos a un lado –técnicamente jubilados de la vida–, el maestro sigue leyendo y escribiendo como en sus mejores tiempos.
Un doble abrazo desde aquí con toda mi admiración doblada de cariño y respeto.