por Mario Alberto Mejía/ La Corte de los Milagros
Al fraccionamiento donde vivo se mudó una nueva vecina, casi idéntica a mi tía Irene en los tiempos en que era dueña de una belleza irrebatible.
Mi tia Irene era alta, firme, un poco robusta, lo que se dice nalgona.
Las señoras la odiaban porque sus maridos sólo tenían ojos para ella.
Le gustaban los peinados de salón de belleza: de dos o tres pisos cuando menos.
Su cabello siempre olía a laca, que era lo que usaban las mujeres en los años sesenta.
Mis papás y yo fuimos con ella a ver al Estadio Azteca un partido del Mundial México 70: Salvador contra la oncena mexicana dirigida por Nacho Trelles.
Mientras Valdivia, Fragoso y Basaguren mantenían bajo asedio la portería salvadoreña, yo hacía lo mismo con los senos de mi tía.
De los noventa minutos del partido, 85 los dediqué a mirar esos melones crecidos a la sombra de la perseverancia.
Pues bien: mi nueva vecina se parece mucho a mi épica tía Irene.
Llegó como llegan las vecinas nuevas: con muchas cajas, dos camiones de mudanza, un piano viejo y desafinado, y un marido aburrido (igualmente desafinado).
Con ella llegaron también dos perritos callejeros y dos niños que todo el tiempo gritan, con justa razón, “¡quiero leche, ma!”.
Mi nueva vecina, a quien llamaremos Dulchi —se llama Dulcina—, llegó metida en esa anticlimática ropa holgada que sirve para hacer deporte.
Algo noté con cierta desazón: ni ella ni su marido ni sus hijos ni la señora de servicio llevaban cubrebocas.
Los mudanceros sí, pero eso no importa en esta trama.
Al tercer o cuarto día se dejó ver con zapatillas rosas, falda ajustada beige, blusa escotada blanca y un peinado de dos pisos con azotea.
Cuando salió a recibir a su marido, yo hacía como que jugaba con mis cachorros de cuatro meses.
Y digo “hacía” porque en realidad esperaba el momento justo en que Dulchi abriera la puerta para darle la bienvenida al neanderthal que tiene como esposo: el clásico que ve canales deportivos día y noche, y que es un experto en todo, salvo en los dones y las gracias de su mujer.
Todo ese encanto se vino abajo al cuarto o quinto día.
Y es que descubrí en Facebook sus publicaciones.
Entendí la razón por la que sus perros son callejeros.
(Hay un aire budista en esa acción).
Supe que hace yoga y que es adicta a Adán Jodorowski (Adanowski)
En su muro abundan este tipo de frases:
“Todo es posible si lo deseas con toda tu alma”, “todo es mágico”, “el mundo es nuestro”, “los seres humanos necesitan un cambio”…
(Pensé en cierta presidenta municipal que también es adicta a ese Jodorowski).
Lo peor vino cuando leí en su muro la terrible tesis sobre la inmunidad de rebaño, que plantea dejar que la covid-19 se propague hasta que un alto porcentaje de la población se infecte en aras de generar, precisamente, una supuesta inmunidad.
Investigué más sobre Dulchi y descubrí horrorizado que se apellida López-Gatell, igual que el santón que maneja (a su antojo) la salud pública de este país.
Más tarde hallé una foto suya en la que aparece el célebre novio medicinal de México.
La escena es curiosa: ambos, sin cubrebocas, celebran el Día de Acción de Gracias en un departamento de Copilco, cerca de Ciudad Universitaria, en la Ciudad de México.
Con ellos están otros y otras que tienen los mismos ojos del epidemiólogo: de chivito en precipicio.
“He ahí el rebaño sagrado”, pensé.
(En otra foto similar descubrí que el doctor y ella son primos hermanos).
El 24 de diciembre confirmé mis temores.
Dulchi hizo una cena navideña en el jardín de su casa a la que asistieron unas cincuenta personas sin cubrebocas.
Cantaron villancicos, rompieron tres piñatas, pusieron cánticos del Dali Lama y cenaron salmón a la plancha.
Con sus extraordinarias extremidades, Dulchi iba de aquí para allá frotándole sus no menos maravillosos senos a todos los invitados.
Entendí el concepto de su reunión masiva: era una fiesta covid para generar la inmunidad de rebaño.
Y vaya que funcionó.
Este lunes 28 los pajaritos empezaron a caer.
El primero fue el aburrido del marido.
Luego vino la señora de servicio.
Finalmente cayó ella.
Mientras escribo estas líneas me entero que veinte invitados fueron igualmente víctimas del coronavirus.
La inmunidad de rebaño está en marcha.
El rebaño ya se contagió.
(Chivos, borregos, becerras y cabras incluidas).
Vamos a ver si es cierto que generarán inmunidad.
En lo que eso se demuestra, paso mis horas deseando que esos maravillosos senos —tan similares a los de mi tía Irene— no sufran daños colaterales.
Todo sea por preservar el cada vez más vulnerado Patrimonio Sexual de la Humanidad.
Seguiremos informando.