El miércoles 13 de noviembre, un aire violento azotaba en el municipio poblano de Acajete, a unos 30 kilómetros de la capital del estado. El viento levantaba el techo de lámina en la casa de la señora Amada Barranco. Eran las 6:45 cuando su hija Araceli, de 23 años —con quien compartía cama y cuarto— se levantó a desayunar y calentar agua para bañarse.
—“Ya me voy a meter a bañar” —le dijo a su mamá.
Araceli se aseaba cuando Javier Mauricio Díaz, su ex novio, entró a su casa. El ruido del aire fue cómplice: nadie oyó el quejido que hace la puerta de lámina al abrirse. Los perros no ladraron. Javier no era un extraño y conocía bien los movimientos de la casa. Atravesó sin problemas el patio hasta llegar al baño, ubicado a unos cinco o seis metros de los cuartos.
Eran cerca de las 7:00 en punto cuando la señora Amada oyó un grito. Pensó que venía de la casa vecina, sin embargo el silencio que le siguió la hizo levantarse. Desde la puerta de su cuarto vio a Javier. Caminaba de prisa hacia la salida. Ni siquiera volteó.
—¡Chely! ¡Chely! —llamó a su hija, que no contestó.
Corrió al baño, abrió la puerta y encontró el cuerpo de Araceli tirado sobre su sangre. Imaginó una hemorragia, un golpe. Quiso tocarla, levantarla. Pero el cuchillo clavado en la espalda la detuvo. Salió gritando y despertó a la familia.
—¡Javier le hizo algo a tu hermana! —le dijo al menor de sus hijos.
Mientras Amada recorría, tan rápido como le era posible, las siete calles que separan su casa de la Presidencia Municipal para avisar a la policía, su yerno también lo reportaba por teléfono. Eran las 7:10 de la mañana.
—Espérenos, ‘orita vamos —contestaron los policías. Pero Amada no esperó. En el camino a casa, los policías la alcanzaron. Todavía esperanzada, pidió que llamaran una ambulancia.
—No señora, no la podemos mover.
Entre ocho y 10 policías municipales montaron guardia afuera del baño. El hermano de Araceli, de 18 años, les decía que fueran a buscar a Javier, pero no quisieron porque “no tenían la orden”.
La familia y los vecinos se organizaron en grupos para localizarlo. Amada y sus otras dos hijas sacaron copias de una foto de Javier y comenzaron a pegarlas en los camiones que van hacia municipios vecinos.
—¿Por qué hicieron eso? Nada más lo alertaron para que se largara —las regañó más tarde un policía ministerial.