Nueva York vuelve a estar en la mira del aparato federal de deportaciones. La semana pasada, el “zar fronterizo”, Tom Homan, confirmó que ICE ampliará sus operaciones en la ciudad, desplegando más agentes en un territorio que al ser considerado “santuario”, ha sido señalado por la administración Trump como “zona prioritaria” para realizar redadas. “Estamos aumentando la presencia de agentes… vamos a inundar el área”, dijo.
El mensaje es directo e implica más detenciones, más vigilancia y más miedo en la ciudad con la mayor población migrante del país.
El anuncio llega mientras ya hay equipos de ICE operando discretamente en varios puntos de Nueva York. Aunque no se han divulgado cifras oficiales, organizaciones comunitarias reportan un aumento de detenciones en Queens, Brooklyn y Staten Island, principalmente contra personas por cometer faltas cívicas, no penales. La lógica del amago de Homan es clara. Trata de castigar a ciudades que no colaboran con las deportaciones masivas, aun cuando la mayoría de los inmigrantes no representan una amenaza a la seguridad pública.
El impacto emocional y social de esta estrategia ya está documentado. Según la nueva encuesta del New York Times y KFF, 50% de los inmigrantes en el país dice sentirse más inseguro desde que Trump regresó a la presidencia, y 41% teme que algún familiar pueda ser detenido o deportado; un salto enorme respecto al 26% registrado hace dos años. Entre los no ciudadanos, el miedo asciende a 63%. Nueva York, donde más del 36% de la población es nacida en el extranjero, recibe este golpe con especial preocupación.
Lo paradójico –y profundamente humano– es que, pese al clima de persecución, 70% de los inmigrantes asegura que, si pudiera regresar en el tiempo, volvería a migrar a Estados Unidos. Las razones se repiten: mejores salarios, educación para los hijos, más oportunidades y, para muchos, la posibilidad de una vida sin violencia. Este contraste —miedo y determinación— es precisamente lo que explica la fuerza de las comunidades neoyorquinas, hoy bajo amenaza directa.
El argumento de la administración esgrimido por Homan es que las “ciudades santuario” liberan “amenazas a la seguridad pública”. Pero los datos derriban esa narrativa. En Nueva York, los índices de criminalidad entre inmigrantes siguen siendo más bajos que entre nacidos en el país, y la mayoría de quienes podrían ser objetivo de ICE son trabajadores esenciales: repartidores, niñeras, empleados de restaurantes, obreros. Personas que sostienen la economía de la ciudad.
Para miles de familias, el aumento del despliegue de ICE se traduce en nuevas rutinas de supervivencia: evitar el metro, llevar documentos en una carpeta, memorizar números de abogados, preparar cartas de poder para el cuidado de los hijos. Organizaciones locales confirman que las consultas legales de emergencia han aumentado desde septiembre, y que hay escuelas reportando más ausencias por miedo a redadas matutinas.
Nueva York es una ciudad acostumbrada a resistir oleadas de políticas hostiles, pero esta nueva fase –más agentes, más redadas, más retórica punitiva– llega en un momento en que la crisis de vivienda, los recortes presupuestales y la saturación del sistema de refugios ya han puesto a las comunidades migrantes al límite. La administración Adams insiste en que colaborará con el gobierno federal solo en casos penales, no civiles, pero esa distinción tiene poco efecto cuando los operativos federales avanzan sin transparencia.
La encuesta del Times revela un dato clave: 82% de los inmigrantes indocumentados sienten miedo frente a la situación actual, pero aun así, una mayoría dice seguir creyendo en el futuro de sus hijos en este país. Es esa determinación –la misma que construyó esta ciudad– la que ICE no podrá detener ni con más agentes ni con más amenazas.
Nueva York, una vez más, está obligada a elegir entre el miedo y la solidaridad. Y sus comunidades ya han dejado claro de qué lado quieren estar.




