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La pandemia nos volvió más conscientes de nuestra realidad. Estar vulnerables y aislados nos brindó largos momentos de reflexión que nos cambiaron irremediablemente. Y aquello que pensamos comenzamos a aplicarlo en todas nuestras facetas, desde el día a día hasta actividades más esporádicas como viajar.
Estudios de Cultural Research & Planning Strategy revelan que el 71% de los viajeros actuales prefiere viajar a lugares que estén fuera de los destinos turísticos trillados y más conocidos, mientras el 85% busca experimentar la auténtica cultura local de los lugares que visita, incluso si eso significa gastar más.
Destinos naturales y experiencias vinculadas a la cultura se han vuelto las opciones más buscadas y así nace el slow travel, que propone transformar el viaje en experiencia consciente: detener el reloj, sumergirse en un lugar y caminar a paso humano. Lejos del afán de tachar destinos, invita a conocer, convivir y crecer.
El arte de ir despacio
En un mundo donde todo acelera –vuelos, clicks, fotos– surge una propuesta distinta: viajar sin urgencia. El turismo lento nace como respuesta al turismo “maratón”, al afán de visitar diez ciudades en siete días. Como relatan los pioneros del movimiento, este tipo de viaje tiene raíces en el slow movement italiano de los años 1980, ligado al concepto de slow food –un estilo de alimentación que aprecia el proceso de producción, conoce el origen de los alimentos y mantiene vivas las tradiciones culinarias locales.
El “viajero lento” es quien decide quedarse más tiempo, aprender del lugar, saborear su ritmo. No se trata solo de “ver” sino de “sentir”.
Viajar con propósito
Cuando escoges quedarte más de lo habitual en un destino, te abres a la magia de lo inesperado: una conversación con un artesano, un paseo sin rumbo por una calle vecina, una receta que no está en la guía. El “turismo lento” plantea justamente esto: menos desplazamientos, más profundidad, menor huella.
Apoyar lo local, moverse en transporte limpio, dormir en alojamientos de carácter humano: todo suma para que el viaje sea también un acto ético y transformador.
Bajar el ritmo te permite ver lo que se escapa al viajero apresurado: un mercado al amanecer, conocer las leyendas locales del bosque, la mano que moldea barro en un taller tradicional. Según estudios sobre slow tourism, la inmersión en la comunidad local favorece una experiencia más rica y un vínculo más genuino con el destino.
Y no menos importante: el silencio, la reflexión, el espacio para que el viajero cambie, aunque sea un poco.
Beneficios para ti… y para el mundo
Al viajar lento, ganas tú y gana el destino. Desde tu lado, la experiencia se vuelve memorable, con menos estrés y más presencia. Desde el destino, se promueve una economía más sostenible, una carga turística más equilibrada y una relación más respetuosa entre visitante y comunidad.
En tiempos donde los destinos saturados ya muestran señales de agotamiento, el slow travel aparece como una alternativa consciente, donde la calidad vence a la cantidad.
Cómo practicar el turismo lento hoy en día:
- Opta por establecer “base” en un solo lugar y desde ahí descubrir la región
- Escoge alojamiento familiar, pequeño, conectado con la comunidad (¡adiós hoteles todo incluido!)
- Deja espacios libres en tu itinerario: caminos sin mapa, charlas sin horario
- Prioriza la movilidad ligera: caminar, bicicleta, transporte local
- Participa: un taller, una excursión con guía local, un mercado sin prisa
- Haz de tu viaje también un espacio para el cambio interior: sin prisas, con curiosidad, con corazón
En resumen, el slow travel no es solo un modo de viajar, es una manera de ser mientras se viaja. Ir despacio no significa menos, significa más: más conexión, más emoción, más sentido. En la próxima escapada, atrévete a dejar la lista de “lo que hay que ver” y abraza la experiencia de “lo que merece vivir”. Y quién sabe, quizá al final del día, el lugar ya no solo te haya sorprendido… sino te haya transformado.
