Ciertos discursos sitúan a la madre como una mujer incondicional, pero ¿a qué refiere este adjetivo? ¿Qué efectos tiene colocarla como incondicional? ¿Se sostiene esa incondicionalidad? Incondicional está compuesto por el prefijo latino “in” que significa “sin” o “no”, y “condicional” que proviene de conditio, derivado del verbo condiciere, equivalente a establecer y acordar sin límite. Bajo la lógica de este discurso que idealiza la maternidad, pensar a la madre como incondicional exige de ella que lo dé todo por sus hijos, sin condiciones, sin límites, lo que inevitablemente le quita la posibilidad a esa mujer de siquiera desear algo diferente a ser madre. Una mujer condicionada, limitada, por su propia maternidad.
Cuando una mujer es madre hay un desplazamiento que la lleva a darle un lugar a los hijos, esto implicaría renunciar a algo de su propio narcisismo. Paradójicamente, gracias a esta renuncia, su hijo se inviste de vida, ya que no todo gira alrededor de lo que la madre quiere, sino que cede una parte de su tiempo y de su vida para así poder estar para el otro –en este caso su hijo–; es así como se va construyendo una relación simbiótica que ocurre mediante ciertas renuncias que la madre hace, las palabras, los cuidados, las caricias y el amor, generando que por un tiempo el bebé sea el “rey” de la casa. A esto, el psicoanálisis lo denomina “relación primigenia”, la cual ocurre entre el hijo y la madre, y se establece así el primer objeto de amor y con eso un soporte, un punto de partida que ayuda al bebé a continuar vivo, pero sobre todo a ser amado por otro –en este caso su madre.
Esta construcción amorosa es un punto de partida en la relación de ambos donde también está implicada esa renuncia a una parte del narcisismo por los hijos. No se trata de un absoluto, sino de un fragmento; de ciertos momentos y gustos que la madre deja a un lado para poder cuidar del bebé y más adelante acompañarlo en su crecimiento.
Detengámonos un momento y pensemos las siguientes preguntas: ¿una madre puede ser madre incondicionalmente? ¿Acaso una madre deja de tener deseos que no involucren a los hijos como leer, trabajar, hacer ejercicio, enamorarse? ¿Puede ser algo más que sólo ser madre? Si seguimos la lógica de lo incondicional, la respuesta a lo anterior sería que no, una madre no puede ser otra cosa que lo que es, que en lo que se ha convertido, ya que esa madre tendría que ser lo que es siempre, incondicionalmente, por encima incluso de su propia maternidad. En pocas palabras, no habría lugar para que la madre pudiera desear otra cosa que difiera con su maternidad, y esto se vuelve un problema porque no se le daría lugar a que el hijo también pueda desear algo más allá de su primer objeto de amor –en este caso la madre– dejando de lado una relación incondicional, donde siempre esté tanto la madre como el hijo.
El discurso de la incondicionalidad sitúa, por tanto, a la madre como un ser “perfecto” que debe aspirar a no equivocarse a costa de su propia falibilidad humana. Una madre que falla y que no da todo por los hijos es una madre que acepta que no todo depende de ella. Esta conciencia sobre su propia condición falible en tanto mujer antes que madre, abre una brecha necesaria entre ella y su hijo, lo que permite a su vez que el hijo pueda devenir otro, es decir, alguien distinto a ella, independiente, autónomo en la medida en que su situación de hijo lo sitúa frente a su madre, confrontando así la idealización que opera en el amor supuestamente incondicional que los une. De este modo el hijo no quedaría en deuda con su madre, una deuda que resulta impagable. Es necesario, pues, que existan condiciones donde madre e hijo resulten autónomos una de otro, con tal de que el hijo no sea la incondicionalidad de la madre y puedan ambos tener una vida más allá de esa relación. Si se mantiene la relación de incondicionalidad, los hijos quedan dependientes de un amor absoluto, sin límites claros.
Este es un tema que se abordará con mayor precisión en un libro próximo a publicarse.
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