El pasado fin de semana un residente de Nueva York originario de Puebla hizo un video para exponer su filiación política y su punto de vista sobre un incidente registrado en las redes sociales. Ricardo, un paisano que llegó a Nueva York siendo apenas un niño, se paseó por la Quinta Avenida con una caja de la exclusiva tienda Louis Vuitton en sus manos. Con este video pretendía ridiculizar a usuarios de redes que difundieron un video paparazzi de José Ramón López Beltrán, hijo del expresidente López Obrador, de compras en Houston, ciudad donde reside desde hace al menos cinco años.
A Ricardo le llovió de todo. Pero lo más lamentable fueron los insultos racistas y clasistas, sobre todo en X, una red social propiedad de un fanático abiertamente racista y donde la derecha y el conservadurismo mexicano están muy bien representados.
Los tuits que circulan deseando la deportación de Ricardo como castigo, deshumanizándolo y ligando insultos a identidades raciales o supuestos estereotipos laborales no son “graciosos”: son la expresión de un racismo estructural que permea no solo a individuos aislados, sino a discursos públicos enteros.
Los insultos como “pinche indio” utilizados para denigrar a una persona no son inocuos. Son racistas porque señalan una identidad –indígena, racializada– como inferior, y clasistas porque equiparan pobreza o trabajo manual con falta de dignidad. Estos no son solo improperios: son violencia simbólica que reproduce jerarquías históricas del racismo colonial que difícilmente se ha superado en México.
Esa violencia cobra una dimensión particularmente perversa cuando quienes la ejercen se consideran “privilegiados” o parte de la oposición política. ¿Cómo comprender discursos que niegan derechos básicos a los migrantes, cuando las expulsiones forzadas de mexicanos de Estados Unidos han sido masivas en varios gobiernos norteamericanos? Desde 2009 hasta 2024, más de 4.4 millones de mexicanos en situación irregular fueron deportados desde Estados Unidos, con los picos más altos bajo la administración de Barack Obama, con casi 2.8 millones de repatriaciones, seguido por los periodos de Biden y Trump con cientos de miles cada uno.
En 2024, por ejemplo, Estados Unidos expulsó a 206 mil 233 mexicanos a lo largo del año, cifras que muestran un enfoque migratorio centrado en la represión y la racialización más que en el respeto a la vida y las oportunidades. En 2025, hasta diciembre, se reportaron más de 145 mil deportaciones de connacionales, en medio de una narrativa de persecución.
La historia de las deportaciones en Estados Unidos refleja un patrón estructural: no son errores aislados de una administración, sino una política sistemática que ha tratado a migrantes como desechables.
Históricamente, millones de mexicanos han sido expulsados no solo por cruzar una frontera, sino por ser percibidos como una amenaza económica o social. El racismo y el clasismo no son solo insultos en un tuit, son políticas que atraviesan gobiernos, fronteras y discursos políticos.
Y sin embargo, esos mismos sectores que atacan con furia racista olvidan –o ignoran deliberadamente– que migrar no es una elección egoísta, sino muchas veces un acto de supervivencia frente a desigualdades profundas generadas por violencia, empleo precario, ausencia de oportunidades y desigualdad estructural.
Atacar a migrantes con epítetos racistas, desearles deportación o considerarlos “menos que”, no solo es moralmente reprobable: es ignorar las realidades materiales y las cifras que muestran que millones de personas no cruzan fronteras por gusto sino por necesidad.
El racismo y el clasismo solo desaparecerán cuando se reconozca la dignidad humana más allá de fronteras, clases o identidades.
Lo mas triste en este caso es que ese racismo viene desde México.
Desde la Gran Manzana
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