Si han leído mis columnas anteriores, podrán notar que en ellas insisto en remontarme al origen de las palabras para así poder romper con lo coagulante que podría ser un solo significado. Mi intención es separar ese sentido único que se busca en las palabras para pensar situaciones o explicarlas desde diferentes lugares, dejando a un lado la sentencia que podría generar un único sentido, mientras se abre la posibilidad de pensar la singularidad con la que se dice algo. Lo mismo haré en esta ocasión: pensar el divorcio y separarlo de los prejuicios que se escuchan al respecto.
El origen de la palabra divorcio proviene del latín divortium, derivandi, y también del verbo diviertere o divortere, que significa separarse, alejarse o ir en direcciones opuestas. A menudo, tras divorciarme, he escuchado frases como: “todo pasa por algo” o “vas a rehacer tu vida”. Re-hacer la vida sería hacerla de nuevo, dejando de lado eso que se atravesó para así poder pasar a otra cosa. Sin embargo, un divorcio también es parte de la vida. Muchas veces las cosas no pasan por o para algo, simplemente se pasa por algo: con dolor o no, con tristeza o no, y no necesariamente debe haber una lección de por medio, pues me parece que esto podría generar mucha culpa, como si tuviera que existir una recompensa o una explicación del por qué pasan las cosas.
No se trataría entonces de un rehacer sino de un alejarse, de ir en una dirección diferente para así devenir algo distinto. ¿Qué?, ¡no lo sé! Quien pase por un divorcio tendrá la posibilidad de decir qué deviene. Lo valioso es poder atravesar la experiencia quitando la culpa que podría existir en ese “re-hacer la vida”, ya que la vida no se re-hace, algo que podríamos dejarle a las máquinas que se resetean, o como los contratos que se buscan corregir.
A lo largo del tiempo, el papel que ha tenido el divorcio como un hecho social depende de los distintos significados que se le han dado en cada época, al igual que de los países y su respectivo devenir histórico. Como podemos ver, esto no es algo nuevo, y el divorcio está lejos de ser “bueno” o “malo”, algo que dicte la moral en turno. Propongo considerarlo más bien como una posibilidad, un derecho para poder elegir las veces que sean necesarias, una elección que se oponga al matrimonio como una sentencia, alejado del amor.
El divorcio es algo socialmente creado, así como el matrimonio, figuras que marcan un contrato o el término de este, y han sido parte de nuestra vida, ya que existen registros de ambos desde la antigua Mesopotamia hasta nuestros tiempos. En la antigüedad, el matrimonio originalmente era un contrato social, pues se buscaban alianzas estratégicas de poder, como sucedía con los casamientos arreglados entre princesas y príncipes para ampliar el reinado –sí, eso era lo común antes–. Sin embargo esta idea del matrimonio basado en encontrar a un príncipe azul o a una princesa ha cambiado. ¿Acaso no han escuchado frases como “no quiero un príncipe azul” o “el príncipe azul no existe”? Hasta las películas han cambiado, pues el príncipe azul ya no tiene ese lugar primordial, ni tampoco hay que vivir “juntos para siempre” como en las películas de Disney.
Lo anterior nos lleva a pensar que para encontrar pareja, esta debe cumplir con ciertos “requisitos” necesarios para formar un “buen” matrimonio; algo tiene que aportar, y si leyeron mi columna anterior, “¿Amor propio?”, sabrán que cuando de amor se trata algo se pierde, es por eso que el amor no tiene lugar en esos matrimonios que buscan una ganancia, o encontrar al príncipe azul o princesa, porque no habría cabida para la diferencia, como también toqué el tema en mi texto sobre la familia “funcional”.
El divorcio, pues, es algo que ha existido siempre, y que más allá de verlo como un estigma social, se trata de una posibilidad de elección, un pasar que es parte de la vida. Hoy en día, lo “normal” es que nos podamos divorciar solo por el simple hecho de quererlo, atreviéndonos a decir “no quiero esto” o “no quiero estar con esta persona”. Incluso hemos escuchado que los matrimonios duran “muy poco” o que ciertas parejas en la actualidad ni siquiera desean casarse. Esto, más allá de ser prejuicios moralistas, me parece que es un síntoma social, ni bueno ni malo; posiblemente hoy los matrimonios duren menos porque ya no hay necesidad de quedarse donde una no se siente bien, abriendo la posibilidad de elegir.
Lo que el divorcio brinda, precisamente, es esa posibilidad de elegir, de decidir, lo cual conlleva una pérdida, y como bien lo dice su etimología, busca también una separación, ir en direcciones opuestas, diversificar ese camino. Está claro que el objetivo de los matrimonios basados en un contrato social no es el amor, pero me parece que el divorcio sí está del lado del amor, ya que posibilita escuchar al otro, darle su lugar de diferencia y favorecer la discrepancia; con todo el amor, entender que el otro ya no quiere seguir en esa relación.
Por otra parte, del lado del divorcio se pierden ideales de lo que sería una familia “feliz”, se pierden amigos, se pierden momentos con los hijos por los tiempos divididos, si es que hay hijos de por medio: se pierde tiempo de vida, y se pierde lo que una fue en esa relación. Por eso puede ser tan difícil y doloroso divorciarse, porque en un mundo que apuesta por ganar y nunca perder, poder decir no y optar por divorciarse es un acto de amor, tanto para la expareja como para los hijos.
Finalmente, si han leído mis textos anteriores podrán ver que otra constante que señalo es la influencia social, política y económica que hay en las formas de relacionarnos y cómo esto tiene efectos en la psique. Por eso les pregunto a mis lectores: ¿acaso no conocen a alguien que está en proceso de divorcio o incluso ya está divorciado en cuestión de meses? Como vemos, si en la antigüedad el divorcio era algo muy difícil de conseguir, hoy es una decisión más común, donde se abre la posibilidad de poder verlo como una situacion que es parte de la vida, aceptando y alojando las diferencias y las discrepancias, dejando de lado los tradicionalismos y convenciones de esos contratos sociales donde se intenta no perder nada.
