El origen de la palabra “controlar” se remonta al vocablo antiguo del francés contreroller, que significaba “llevar un registro” o comparar un documento con su copia oficial, una forma de verificación o supervisión. Con el tiempo fue adoptada en español, refiriendo en nuestra lengua un sentido más amplio: el de vigilar, verificar, inspeccionar o tener dominio sobre algo. Su raíz, por tanto, alude al objetivo de verificar listas o registros escritos para asegurar así que todo sea correcto. Por eso, me pregunto si es posible “controlar” las emociones. Y si fuera el caso ¿qué implicaciones acarrea el querer “controlarlas?
Llevo tiempo tratando de responder estas preguntas desde el psicoanálisis, pero a menudo me encuentro con ciertos discursos, en su mayoría dirigidos a niños, que abordan el tema a partir de planteamientos demasiado abstractos, los cuales sugieren pensar las emociones en lo general, como si estas fueran las mismas en la experiencia de vida de cada sujeto. Es cierto que existen emociones como la tristeza, el enojo, la felicidad, entre muchas otras, pero es cierto también que cada persona las siente y las vive de forma singular, investidas de su propia historia de vida.
Aquellas posturas genéricas sostienen una imperiosa necesidad de que en la infancia, el sujeto esté casi obligado a saber controlar sus emociones bajo el riesgo de no conseguir su madurez adulta. Parecería que los niños, en vez de entenderlas primero deberían aprender a controlarlas, solo así, según este principio, podrían acceder a la adolescencia –y luego a la adultez– sin tropiezos. Es como si, bajo esta lógica, se pensara la vida como un proceso compuesto de fases indivisibles, una lista por cumplir para llegar a una meta clara y establecida desde que llegamos al mundo.
Si pensamos la infancia como una etapa en la que los niños deben aprender a controlar sus emociones, ignorando las herramientas para hacerlo, en primer lugar colocaríamos al niño en una posición compleja, pues bajo esta lógica, la infancia es concebida como una etapa donde nada se sabe pero, tras aprender a controlar sus emociones, llegará el día en que logre “funcionar” en la sociedad hasta que en algún momento dicho autocontrol (que al parecer es más represión que un genuino deseo de escucha) se desplome con la aparición de una emoción tan fuerte que el adulto no sepa cómo actuar ante ella. Enseñarle a un niño o a una niña a controlar sus emociones para que se adelante a ellas es creer que un adulto sabe más por el simple hecho de ser mayor que ella o que él.
Buscar que un niño sepa controlar sus emociones con la intención de que llegue a la adultez sin alterar dicho autocontrol es un ideal difícil de sostener, como si al llegar a la etapa adulta desaparecieran por arte de magia los episodios de berrinche, o el niño supiera controlar sus emociones correctamente y sin posibilidad de fallo con tal de tener su vida bajo el yugo punitivo del control.
Buscar el control es una forma de “asegurar algo”, como bien lo dicta el vocablo antiguo, llevar registro y así pretender que se es dueño de lo que se siente, dominarse a uno mismo o al otro, lo que deriva en una situacion muy violenta escondida detrás de ese querer controlar. Por eso sigo preguntándome si es cierto que los adultos logramos controlar nuestras emociones. ¿Qué pasa cuando se nos presentan problemas?, ¿acaso sabemos cómo actuar?, ¿qué hacer? ¿Lo tenemos todo, realmente, bajo control? Si las emociones no se controlan ni se actúan, se sentirán de verdad, permitiendo que nos atraviesen con el fin de que, más tarde, en análisis, podamos elaborar lo que sentimos por medio del lenguaje.
Hacer berrinche, llorar, enojarse, gritar nos hace vulnerables frente al otro, lo que a menudo conlleva el temor de dejar ver dicha vulnerabilidad, que el otro se dé cuenta de que “no funcionamos de la forma correcta”. Pero ¿hay una forma correcta de “funcionar”, de vivir? ¿Quién es ese ser humano que lo consiguió? Ni siquiera las máquinas lo logran. Pensar que en la adultez se llegará a una meta clara y bajo control es pensar entonces que desaparecerán los eventos dolorosos, de zozobra e incertidumbre, que puedan a hacer que las emociones se “salgan de control”.
Uno no decide el momento exacto en que llega la angustia ni el dolor, por lo que lo importante sería pensar entonces que las emociones, libres de atadura y autodominio, son parte de la vida; que no se puede enseñar una emoción pero sí vivenciarla en compañía del otro, pues enseñar es muy diferente a aprender, pensando que el acto de aprender está relacionado con la experiencia, con la vivencia, con el sentir.
Demandarle al otro que se controle es suponer que ese otro sabe qué es lo que le pasa y no siempre tenemos claro ni lo que sentimos nosotros mismos, ni lo que nos pasa. Sería dar el espacio para pensar cómo se va elaborando eso que se va sintiendo y produciendo, porque si pensamos a la vida como etapas, entonces los adultos estaríamos exentos de sufrir, tener traumas, hacer berrinches, y seríamos dueños de nosotros mismos; otro despropósito.
Si un niño hace berrinche, grita, llora, entre muchas cosas más, puede llegar a ser difícil, pero acompañarlo y decirle que está bien sentir eso que pasa o siquiera preguntarle, es mucho más adecuado que callar. Lo mejor sería escuchar, darle lugar a sus emociones, pues nadie sabe con exactitud cómo vivirlas, ni cuáles son los pasos a seguir.
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