Cuando los hombres gobernaban, de Claudia Sheinbaum hacia atrás, las balas eran parte del paisaje. Los titulares con muertos eran “daños colaterales”, y el miedo, una costumbre. Nadie cuestionaba su autoridad, ni su manera de imponerla. Y es que a los hombres se les perdona todo y a Sheinbaum nada.
Nadie dudaba de su capacidad por haber nacido hombre.
Pero bastó que una mujer llegara a gobernar este país para que todo cambiara. De pronto, la exigencia se volvió brutal, el juicio inmediato, la crítica implacable.
Desde la campaña, la presidenta de la República tuvo que poner por delante su título de “doctora” para demostrar, así, que era capaz. A sus antecesores jamás se les cuestionó qué habían estudiado ni en dónde.
A los hombres se les perdonaba todo. Mientras estaba en el poder, Carlos Salinas de Gortari no sufrió en vivo la condena por la inflación; ni Felipe Calderón por su, hoy sabemos, fallida lucha contra el crimen organizado.
Solo el tiempo nos demostró su alianza a través de su titular en Seguridad, Genaro García Luna, y ni eso le ha costado un poco de la intensa campaña que hoy existe contra la presidenta por la ejecución del alcalde de Uruapan.
Podían mentir, fallar, abusar del poder o improvisar, y el país lo veía con resignación.
A una mujer no se le permite tropezar, ni dudar, ni tener un mal día. Súmenle a eso el juicio por el peinado, el color de su vestimenta y accesorios.
Cuando un presidente hablaba con tono fuerte, era “firme”.
Cuando una presidenta lo hace, es “mandona”.
Cuando un hombre se callaba, era “estratégico”.
Cuando una mujer guarda silencio, es “fría”.
Esto se ha repetido muchas veces en los preceptos feministas, pero hay que replicarlo cuantas veces sea necesario.
Lo que molesta no es lo que Claudia Sheinbaum hace, sino lo que representa: una mujer que gobierna con serenidad, sin miedo, sin pedir permiso.
Ella no inició la violencia, la enfrenta. Lo dijo hoy en la rueda de prensa mañanera, recordó cómo era la violencia en el país con Calderón y Peña Nieto. ¿Pretexto? No: REALIDAD.
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Hoy la juzgan por la inseguridad, como si el país se hubiera vuelto violento el 1 de octubre.
Como si la violencia no fuera una herencia de décadas de gobiernos que confundieron autoridad con guerra.
Como si no hubiéramos visto antes a hombres mandar soldados a las calles, desatar ríos de sangre y aún ser llamados “valientes”.
La diferencia es que Claudia Sheinbaum no quiere repetir ese modelo de muerte.
No busca venganza, busca reconstrucción.
Y eso requiere más valor que apretar un gatillo: requiere paciencia, inteligencia y humanidad.
Pero eso –en un país acostumbrado a la testosterona política– se confunde con debilidad.
Y ahí está el sesgo, la trampa, el machismo disfrazado de análisis.
El coraje de gobernar como mujer, no como hombre.
Claudia Sheinbaum no está intentando ser “como ellos”.
Está siendo ella: científica, disciplinada, prudente, con una fuerza que no necesita ruido para sentirse.
Su forma de gobernar se ha convertido en revolucionaria.
Hasta los más fervientes críticos de la izquierda han aplaudido muchas de sus decisiones, sobre todo en cuanto a política exterior.
La miran con lupa y la oposición espera su caída. Aun así, sigue impávida, como la vimos esta mañana hablando de Michoacán.
Gobierna un país que todavía se sorprende de ver a una mujer mandando sin gritar y sin llorar, porque así se nos califica.
No es debilidad, es dignidad.
No es silencio, es serenidad.
Y no es suerte que esté ahí, es justicia. Debemos reconocerlo y repetirlo, que no se los olvide: “¡Llegamos todas!”


