Veinte migrantes han muerto bajo custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) en lo que va de 2025, la cifra más alta en cinco años. Veinte vidas se apagaron en silencio, lejos de sus familias, entre muros fríos y celdas atestadas, supuestamente bajo la vigilancia de la policía migratoria. No se trata de una tragedia aislada, sino de una constante que se ha normalizado bajo el eufemismo de “fallos del sistema”.
Los nombres de los fallecidos –como el del mexicano Miguel Ángel García Hernández, de 32 años, o el salvadoreño Norlan Guzmán Fuentes, de 37– son más que simples estadísticas. Se trata de historias interrumpidas por la violencia institucional y la indiferencia burocrática. Guzmán murió esposado, encadenado dentro de una camioneta, durante un tiroteo en las instalaciones de ICE en Dallas, Texas; García falleció días después a causa de las heridas que le provocó ese mismo incidente. En ambos casos, la pregunta es la misma: ¿cómo puede alguien morir bajo la “custodia” de un Estado que presume ser garante de derechos humanos y que los pelmazos publicitan como “la mayor democracia del mundo”?
De las 20 muertes registradas en 2025, seis corresponden a ciudadanos mexicanos: García Hernández, José Manuel Sánchez Castro, Lorenzo Antonio Batrez Vargas, Jesús Molina Veya, Abelardo Avellaneda Delgado e Ismael Ayala Uribe. Este último caso resume con brutal claridad la negligencia del sistema. Ayala Uribe, de 39 años de edad, llegó a Estados Unidos cuando apenas era un niño de 5 años. Él era uno de los “dreamers” del programa de regularización migratoria DACA –impulsado en la administración del expresidente Barack Obama–, pero su solicitud le fue denegada. Ismael fue detenido en agosto pasado en un autolavado en la ciudad de Los Ángeles y trasladado al centro de detención de Adelanto, en California, una instalación que ya había sido clausurada parcialmente por sus condiciones inhumanas, pero fue reabierta tras el endurecimiento de las políticas migratorias de la administración de Donald Trump.
Pese a las advertencias sobre su estado de salud, pues padecía taquicardias y era hipertenso, Ayala fue encontrado muerto en su celda. ICE asegura que fue atendido y tenía una cirugía programada para removerle un absceso, pero el relato oficial no resiste el escrutinio de los hechos: otro migrante que muere sin atención oportuna, otro cuerpo devuelto a México en una bolsa de plástico, otra familia rota y sin respuestas.
Las condiciones dentro de los centros de detención de ICE son, desde hace años, motivo de denuncias constantes: hacinamiento, mala alimentación, negligencia médica y abusos psicológicos. Activistas y legisladores han señalado que el presupuesto anual de la agencia –que supera los 8 mil millones de dólares– no se traduce en condiciones dignas, sino en un aparato punitivo que prioriza la detención sobre la humanidad.
Los senadores Raphael Warnock y Jon Ossoff, de Georgia, enviaron recientemente una carta a la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, y al director de ICE, Todd Lyons, expresando su “profunda alarma” y exigiendo medidas urgentes. Pero las cartas no bastan. Los comunicados tampoco. Mientras los políticos intercambian declaraciones, los migrantes siguen muriendo en silencio.
El caso del cubano Isidro Pérez, de 75 años, quien había vivido casi seis décadas en Estados Unidos antes de ser detenido y morir en un centro de Florida, es una bofetada a la conciencia pública. Si ni la vejez ni la residencia prolongada protegen a nadie de un sistema cruel y deshumanizado, ¿qué esperanza queda para los más vulnerables?
ICE no necesita más recursos ni más autoridad. Lo que necesita es una transformación estructural y moral. Los centros de detención deben ser supervisados por organismos independientes, con protocolos médicos verificables y con rendición de cuentas real ante el Congreso y la sociedad civil. Cada muerte bajo custodia debe investigarse como un posible crimen de Estado, no como una simple nota de pie en los informes anuales.
La verdadera frontera no está en el río Bravo ni en los desiertos de Arizona, sino en la indiferencia. Mientras el país siga tolerando que personas mueran bajo la vigilancia del gobierno, Estados Unidos no podrá proclamarse defensor de los derechos humanos.
Veinte muertos en un año. Veinte nombres que deberían bastar para romper el silencio. Pero si el país no escucha, si la sociedad no exige, pronto serán muchos más.