Hay fechas en la historia que aunque se encuentren separadas por el contexto y la geografía, comparten una misma herida. El 26 de abril es una de ellas. En 1937, Guernica fue arrasada brutalmente por un bombardeo que destruyó el pueblo vasco. En 1986, en Chernóbil explotó una central nuclear bajo la negligencia y el secreto gubernamental. Dos tragedias distintas, pero con una misma lección: cuando la violencia y el desastre golpean, no solo se apagan vidas. También se detienen los sueños, incluso los más sencillos, como correr detrás de una pelota.
Antes de que cayeran las bombas en Guernica, niños y niñas jugaban en las calles y los jóvenes practicaban principalmente la pelota vasca. Como en cualquier época, el deporte había sido una forma de celebrar la vida, de sentirse pleno y por supuesto de formar parte de una comunidad. Sin embargo, el estallido de las bombas ese lunes 26 de abril provocó un silencio estremecedor en la comunidad vasca. El bullicio de la gente quedó apagado por la ignominia de la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana, que sin previo aviso decidieron por más de tres horas lanzar indiscriminadamente más de 31 toneladas de bombas a una población civil completamente vulnerable.
El objetivo no fue militar, sino sembrar terror en la población, y cuando eso ocurre, el deporte se vuelve una píldora de esperanza de saber que podemos encontrar en el juego un ápice de humanidad. Tras los ataques en Guernica miles de niños fueron evacuados a países neutrales, como Reino Unido y, por supuesto, México. En el primer país, las infancias pudieron tratar de intentar recuperar una vida medianamente normal, pero sobre todo de volver a practicar el deporte que tanta alegría les brindaba.
Cincuenta años después, y a más de 3 mil kilómetros de distancia de Guernica, en la ciudad de Pripyat, situada en la zona de Chernóbil, el equipo de fútbol local, Stroitel Football Club, se preparaba para inaugurar su estadio enfrentándose en la semifinal de copa al FC Borodianka. Sin embargo, en la madrugada de aquel sábado, el reactor número cuatro explotó. La tragedia en la Central Nuclear Lenin liberó una nube radiactiva que contaminó el aire y el suelo, originando un vacío irreparable en la ciudad. El partido nunca se jugó. El estadio quedó intacto, pero vacío para siempre.
El orgullo de una generación de jóvenes trabajadores que soñaban con competir y celebrar el juego tuvo que ser evacuado y trasladado a una nueva ciudad. Sin embargo, el inicio de esta nueva etapa no fue fácil. La insolencia de las autoridades impidió que la verdad de aquel día fuera conocida por la población durante décadas. Y, como ocurre en algunos casos, el equipo de fútbol, que tantas alegrías había brindado a la gente, se vio obligado a disolverse dos años después. Con ello, también se esfumaron las expectativas de celebración y alegría en un estadio que habían construido con esfuerzo y orgullo.
Guernica y Chernóbil son mucho más que lugares marcados por la tragedia. Son testimonios de que la guerra no solo destruye lo tangible, sino también lo simbólico, lo emocional y lo cotidiano, aspectos que rara vez valoramos. En ambos casos, el deporte fue una víctima colateral, no porque sea más importante que la vida humana, sino porque representa un ejemplo de cómo, como humanidad, podemos encontrar consuelo, unidad y resistencia incluso en los momentos más oscuros.
Desde las Gradas de la Historia, recordamos que no necesitamos una tragedia para valorar las cosas más elementales de la existencia. Este día es una gran oportunidad para agradecer a la naturaleza por su belleza y por la posibilidad de disfrutar de lo más sencillo: respirar, abrazar a un ser querido, leer, caminar bajo el sol o practicar un deporte. A menudo, son esos pequeños momentos los que nos brindan la verdadera esencia de la vida, recordándonos lo afortunados que somos al poder vivir cada experiencia, por más cotidiana que parezca.
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