¿Quieres ser como cualquier otro? Con esa pregunta, el entrenador Dean Edwards Smith cuestionaba a Michael Jordan cuando ingresaba a las filas del equipo de básquetbol de la Universidad de Carolina del Norte. Jordan, con tan solo 18 años, ya mostraba su ambición y determinación por sobresalir en el baloncesto, pero esa pregunta reflejaba la presión que venía con el potencial de ser algo más grande que una estrella universitaria. No se trataba solo de dominar el juego, sino de desafiar los límites, de superar las expectativas.
Aquel joven, que nació en el distrito de Brooklyn un 17 de febrero de 1963, aún no era el ícono global en el que más tarde se convertiría, y que tendría una carrera llena de logros, pero también de sacrificios, pérdidas y reconfiguraciones. En esta columna no relataremos sus triunfos y récords en la NBA, que se han escrito en demasía, y que serán recordados por las décadas venideras. En estas líneas buscamos recordar aquel momento de 1993 que paralizó al mundo del deporte: su inesperado retiro del baloncesto para perseguir su sueño olvidado, el béisbol.
Michael Jordan decidió dejar la NBA en el pináculo de su carrera, sumergiéndose en un desafío completamente nuevo. Abandonó la cancha de baloncesto para ingresar al diamante del béisbol, un deporte que su padre, James Jordan Sr., había amado profundamente y con el cual Jordan había tenido una conexión desde su juventud. James había soñado con ver a su hijo triunfar en el béisbol profesional, y esta decisión de Jordan, motivada por su dolor tras la trágica muerte de su padre en un robo en julio de 1993, fue, en muchos sentidos, un tributo a su legado. Se unió a los Birmingham Barons, un equipo de ligas menores afiliado a los Chicago White Sox, con la esperanza de cumplir ese sueño y rendirle homenaje.
La elección no fue sencilla, vino plagada de críticas y desconciertos de propios y extraños. La misma prensa deportiva reprochó la decisión de Michael y parecería que querían que Jordan fracasara rotundamente en su intento por salir de su zona de confort. En marzo de 1994, Sports Illustrated publicó un reportaje devastador titulado “Bag It, Michael” (Recoge tus cosas, Michael). Ese “Bag It”, que invitaba a Jordan a dejar su incipiente carrera en el béisbol, fue acompañado de una fotografía de él con un swing lastimoso que no conectaba con la pelota. Daba la impresión de que la intención era exhibir a Michael con una nula capacidad en el juego que no podría verse en las canchas de básquetbol.
Más allá de las estadísticas en los 127 juegos en los que conectó 88 hits y registró un porcentaje de bateo de .202, considerado bajo para un profesional, el tiempo que Michael Jordan pasó en el diamante puede entenderse como un acto simbólico. No solo fue un homenaje a su padre, sino también una manera de dejar constancia en las páginas de su vida de que, a pesar de los retos, desafíos y obstáculos que enfrentó para alcanzar el éxito en el deporte, siempre es posible buscar nuevas oportunidades y encontrar nuevos sentidos. Lo importante no es tanto el resultado, sino el camino recorrido y el aprendizaje adquirido a lo largo de él.
En marzo de 1995, Michael Jordan, a través de un comunicado oficial, simplemente dijo: “I’m back” (Estoy de vuelta). Con esas tres palabras, Jordan no solo anunciaba su regreso a la NBA, sino que también enviaba un poderoso mensaje a todo el mundo: no importa cuánto tiempo pase o cuán difícil sea el desafío, siempre es posible volver, reinventarse y seguir luchando por lo que uno desea.
Desde las Gradas de la Historia, recordamos a Michael Jordan, cuyo testimonio nos enseñó que el verdadero éxito de una persona no se mide por los récords alcanzados, sino por su capacidad para reinventarse y superar las adversidades en el camino.
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