Eduardo Rivera Pérez se llevó la tarde en el debate de candidatos al gobierno del estado que se realizó este domingo en el Complejo Cultural Universitario de la BUAP. No porque lo haya ganado, en esa interpretación simplista que suelen usar los porristas de uno u otro candidato para calificar la participación de los contendientes en este tipo de encuentros, sino por derribar la creencia que lo ponía como un aspirante cruzado de brazos y a la espera de la campanada final para dejar una pelea que se sabe previamente perdida.
Hasta antes del debate, el terreno de la percepción pública –o publicada– había sido ampliamente ganado por Alejandro Armenta Mier, debido a la prolongada exposición que el morenista tuvo como aspirante a gobernador en un proceso interno adelantado y a la eficiente estrategia de comunicación política emprendida por sus colaboradores.
La percepción es realidad, se asegura, y el contraste de difusión entre Armenta Mier y Rivera Pérez llevó a los observadores del proceso electoral a construirse la idea del morenista como el candidato avasallador contra el que ya nada se puede hacer, como consecuencia, entre otras cosas, de esos más de 20 puntos porcentuales de ventaja que le obsequian la mayoría de las encuestas que miden preferencia electoral.
El juicio perjudicó a Rivera Pérez, quien con su menor uso de la tribuna pública y sus escasas reacciones ante los embates de la coalición oficialista pareció exhibir a un contendiente que tira la toalla antes del último repique.
La creencia del aspirante rendido por anticipado golpeó fuerte al seno de los partidos que conforman la coalición Mejor Rumbo para Puebla: PAN, PRI, PRD y PSI, que necesitaban –necesitan– del buen estado anímico de su candidato ancla para tener mayores probabilidades de triunfo en el resto de los cargos de elección popular en disputa.
Rivera Pérez tenía dos rutas a seguir en el debate.
Una era simular, hacer el mínimo esfuerzo, evitar la confrontación y confirmar esa teoría generalizada que lo daba por vencido.
Otra era hacer justo lo que hizo: emplear cada segmento de su participación para pelearle los votos a su oponente.
El contenido y el tono de sus mensajes, de sus críticas y de sus ataques, no fue el de un político que se sabe perdedor y que prefiere no incomodar al rival para prevenir represalias en el futuro.
Eduardo Rivera necesitaba inyectar optimismo a sus simpatizantes, mostrándose a sí mismo confiado en su capacidad, y muy probablemente lo logró.
Por eso debe sentirse satisfecho hoy, porque gane o pierda el domingo 2 de junio, podrá cerrar lo que queda de la campaña sin dudas dentro de su equipo y sin desconfianza por parte de sus seguidores, condiciones fundamentales para competir de verdad y que ya había perdido.
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Armenta fue más efectivo que Rivera al utilizar la etiqueta de descalificación que eligen los integrantes del cuarto de guerra de los candidatos para emplear en el debate.
El morenista fue recurrente en llamar “candidato del PRI” al panista, en un claro objetivo de vincularlo con ese desprestigiado partido político para restarle simpatizantes y votos.
Tal fue la insistencia de Armenta que Rivera tuvo que subrayar en dos ocasiones su origen panista y su participación en el proceso electoral a partir del cobijo de otros tres partidos, no solo del tricolor.
Eduardo Rivera hizo lo mismo con Alejandro Armenta, pero al escoger dos etiquetas de ataque perdió efectividad, porque se vio obligado a repartir tiempo entre las dos.
Estas expresiones de descalificación fueron “candidato Armentira” y “candidato de Mario Marín”, que además no siempre fueron utilizadas por el panista de manera idéntica, literal.
Habría sido más redituable decantarse por una y dedicarle todas las menciones a esa, para registrarla en el imaginario colectivo.
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Si Eduardo Rivera salió en el debate a hacer lo que tenía que hacer, eso mismo ocurrió con Alejandro Armenta. El senador con licencia actuó como el puntero que es en la mayoría de las encuestas y los sondeos de opinión. Se dedicó a administrar su ventaja.
Armenta equilibró sus participaciones entre propuestas y ataques e hizo empleo de una sonrisa imperturbable frente a los embates del panista.
Solo confundió un poco al respetable las veces que comenzó dirigiéndose a Eduardo Rivera en segunda persona del singular, para responder sus señalamientos, y siguió en esa línea gramatical para hablarle, sin recurso de transición, a los ciudadanos apostados detrás de la televisión, las computadoras y los dispositivos móviles.
El éxito real del político nacido en Izúcar de Matamoros se medirá en los días posteriores al debate, cuando las empresas encuestadoras a su servicio le informen si hubo cambios en la intención de voto –y en qué sentido– o no, a partir del encuentro que se llevó a cabo este domingo.
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Fernando Morales Matínez cumplió.
El candidato “naranja” le cumplió al dueño de Movimiento Ciudadano, Dante Delgado, y a Morena, partido con el que trae acuerdo político –y seguramente económico– para fragmentar a la oposición todo lo que sea posible.
Morales intentó verse parejo en algunas de sus participaciones, propinándole igual cantidad de golpes tanto al panista como al morenista, pero la virulencia de los ataques lanzados a Eduardo Rivera exhibió su razón de ser en esta contienda electoral.
El esquirol fue esquirol en el debate y no se avergonzó por parecerlo.
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Apunte final.
Dos o hasta tres confrontaciones de esta naturaleza entre candidatos a la gubernatura habrían sido ideales para contribuir al mejor desarrollo de la vida democrática del estado.
Uno fue muy bueno, porque mostró esa parte de los políticos que no se puede ver a través de mítines controlados, conferencias de prensa y mensajes fabricados en costosos sets de producción.
En esta elección, sin embargo, ya nada cambiará.
Nos quedaremos con un debate de candidatos al gobierno del estado y sin uno solo entre aspirantes a la presidencia municipal de Puebla.
Esperemos y exijamos que las condiciones y las obligaciones establecidas en la ley se modifiquen para la próxima contienda.