Las traiciones en la política mexicana no son traiciones: son defecciones, cambios de rumbo, disidencias.
Las puertas giratorias que se practican en el primer mundo, en México generan horror.
Felipe González, por ejemplo, fue uno de los baluartes de la democracia española desde la mismísima izquierda.
Hoy por hoy, sin embargo, está más cerca de la derecha que del presidente independentista Pedro Sánchez, también de izquierda, que ha antepuesto a su ideología el pragmatismo brutal, y quien, además, recibe consejo de la vituperada reina Letizia.
Pablo Iglesias fue el creador de una nueva política que se lanzó en contra de la Casta, de la cual forma parte ahora no solo por el lujoso chalet el que habita en Galapagar –cuyo precio anda en los 12 millones de pesos mexicanos–, sino por la dualidad esquizofrénica –a cuya sombra vive– que le permite seguir manejando el partido que fundó –Podemos– desde la oscuridad.
Todo esto se ha normalizado en España, pero en México –y en consecuencia en Puebla– genera algo parecido a la histeria.
Quienes reprueban que a Morena lleguen personajes provenientes de otros partidos me recuerdan a las prostitutas del burdel “Los Chachos”, en Huauchinango, ya desaparecido.
En dicha “casa de asignación” –así lo llamaba la feligresía hipócrita–, las muchachas con mayor antigüedad no aceptaban a las de nuevo ingreso.
Se indignaban con solo saber que iban a llegar.
¿Y cómo cree el hipócrita lector que las descalificaban?
“¡Putas!”, les decían.
Lo que está pasando en Puebla con los de nuevo ingreso en Morena –y con las palabrejas que les endosan los de mayor antigüedad–, me remiten a “Los Chachos”.
Los enemigos de las defecciones ignoran que los juaristas –una buena parte– se volvieron porfiristas.
Y más: muchos de estos buscaron la democracia en el maderismo.
Tras el cuartelazo de Victoriano Huerta, muchos adictos al apóstol espiritista se sumaron al Chacal.
¿Qué vino después?
La “bola” se generalizó.
Los villistas y los zapatistas se hicieron de seguidores que luego se fueron con Carranza, el barbas miadas.
Y después se la jugaron con el obregonismo, convertido con los años –y los asesinatos– en callismo.
O, sin eufemismos, Maximato.
Hay que decir que en ese tiempo todos se tiraban a matar.
Hoy solo vemos grititos de señoritas quedadas.
O en edad de merecer.
Ya en tiempos cercanos, los bartlistas se volvieron morenistas.
Y desde ahí denuestan a sus antiguos compañeros de ruta.
En su momento votaron por el Fobaproa, figura que detesta el presidente López Obrador.
Bartlett, por cierto, pasó de ser paje de Mario Moya Palencia a lopezportillista, delamadridista, salinista y zedillista.
¿Es esto malo?
¿Esto es traición?
No.
Para nada.
Se le llama defección.
Cambio de rumbo.
Disidencia.
Hasta el propio general Cárdenas cambió de humor cuando dejó en el abandono de la historia a su compadre Francisco J. Mújica para favorecer a Manuel Ávila Camacho, el Cara de Bistec.
Díaz Ordaz era avilacamachista –por Maximino– antes de ser juglar de López Mateos.
Más tarde se volvió un amargado que no tomaba llamadas ni de sus enemigos.
Hay una gran moraleja en esta historia.
Y esta tiene que ver con el burdel “Los Chachos”, de Huachinango, donde las señoras de asignación –las de mayor kilometraje– les gritaban “¡putas!” a las recién llegadas.
¡Dignidad, caray!
¡Filosofía!