Mi columna de ayer sobre una eventual declaración de invalidez de la elección presidencial provocó los más diversos comentarios: desde aquellos que no la veían descabellada, hasta quienes la descalificaron como si fuera una locura.
Los primeros recordaron que en los días previos al 1 de julio circuló con fuerza la versión –manejada sobre todo en los ámbitos político y jurídico- de una eventual cancelación de los comicios debido a temas como la inseguridad pública.
Se dijo entonces que el presidente Calderón estaba ponderando muy seriamente si había o no condiciones para ello.
Los segundos se limitaron a decir que la hipótesis no merecía siquiera un comentario.
Fieles a su visión cuadrada de la realidad, y dando por hecho la corrupción a fondo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, aseguraron que contra viento y marea el organismo declarará válidas las elecciones y designará como presidente electo a Enrique Peña Nieto.
(Mañosamente olvidaron el marcado escepticismo de quien esto escribe ante la posibilidad de que se concretara el escenario hipotético. Ya lo sabemos: son los mismos que ante cada erupción del Popo –o ante el asesinato de algún personaje importante- dicen que no hay de qué alarmarse porque siempre pasa lo mismo. Flaco favor le hacen a Peña Nieto quienes añoran toda la fuerza del Estado como sinónimo de autoridad).
Estos últimos olvidan algo: el magnífico deterioro de instituciones como el IFE y el Tribunal.
Un fallo como el que imaginan sería peligroso.
Y aunque es prácticamente un hecho la declaración de validez de la elección, los magistrados tienen ante sí una bomba difícil de desactivar.
Me quedo con la reflexión final del artículo que el brillante Jesús Silva Herzog Márquez publicó este lunes en Reforma:
“Un inmenso daño nos hizo el Tribunal hace seis años con una sentencia confusa y, en el fondo, incoherente. Los magistrados enlistaron las infracciones electorales y las interferencias antidemocráticas que amenazaron el proceso electoral. Una elección reconocida judicialmente como viciada que, sin embargo, fue judicialmente validada sin que mediara una razón persuasiva. “Sí, la elección fue sucia, nos dijeron. Pero no importa, nuestra sentencia la limpia y punto. No puede repetirse el expediente: el Tribunal debe responder si en México hubo elecciones libres y auténticas, si las condiciones de la competencia corresponden a los principios democráticos elementales. Esa es la responsabilidad del Supremo Tribunal Electoral.”
También me quedo con las palabras de un alto personaje nacional que como comentario de mi columna me dejó en claro que las tentaciones entre los políticos son del tamaño de la Presidencia de la República.
La obligación de quienes pretendemos entender el fenómeno del poder es abrir los ojos.
Nunca, jamás, cerrarlos.
