Retomando nuestro tema de ayer, llega el momento del último sexenio gobernado por un priísta, con la extraña excepción de Guillermo Pacheco Pulido de quien ya llegará su turno.
De Marín hay que decir que pese a ser un operador electoral nato, eficiente como pocos, pero necio como nadie, perdió su sucesión él solito. Sin ayudas internas ni externas. La perdió él y nadie más. Recordemos.
Corrían sus primeros años de gobierno y debía convivir —como parte de los acuerdos con Melquiades Morales— con dos personajes a los que le costaba incluso darles el saludo: Rafael Moreno Valle y Enrique Doger Guerrero, uno presidente de la Gran Comisión del Congreso del Estado y el otro alcalde de la capital.
Reza una máxima en política, que al enemigo entre más cerca mejor. Y fue justo lo que no hizo Marín. Por el contrario, se distanció de ambos y evadió compromisos, que sirvieron de pretexto para que Moreno Valle emigrara del PRI al PAN, argumentando que no le cumplieron con la candidatura al senado.
Los buenos oficios de su mentora Elba Esther Gordillo, enfundaron a Rafael en una candidatura blanquiazul por Puebla, catafixiando a Ángel Juan Alonso Díaz-Caneja la misma posición, pero por Hidalgo.
Ahí empezó la debacle electoral del tricolor, que no pudo contrarrestar el crecimiento del nieto del general, ya que, por su lado, Marín se entercaba en hacer candidato a su eterno escudero, Javier López Zavala.
No fueron pocas las voces, —entre ellas las de Javier García Ramírez, Valentín Meneses, Jorge Mendoza entre otros— que buscaban hacer entrar en razón a Marín de realizar un relevo de candidato, poniendo al entonces muy joven Alejandro Armenta, en lugar de su alicaído candidato chiapaneco.
Nada movió la decisión de un soberbio Mario Marín, quien decía tener la elección bajo control.
A diferencia de la sucesión de Melquiades, en donde se barajaron varios nombres como los de Germán Sierra y Rafael Moreno Valle, en la de Marín nunca hubo otra opción que la de Zavala, pese a que contaban con otras figuras como la del propio Alejandro Armenta y las de Enrique Doger y Blanca Alcalá.
En el colmo de la cerrazón, los priistas también tuvieron que apechugar con la imposición de Mario Montero para la alcaldía, mientras del lado blanquiazul emergía una figura menos desgastada y de corte sumamente derechista como Eduardo Rivera, con quien Rafael cerró la fórmula perfecta para destronar y aplastar al PRI.
Y si a todo lo anterior agregamos un sin fin de yerros en materia de marketing y el descuido de un candidato que entre más se acercaba el día de la elección más pequeño se hacía, pues no fue ninguna sorpresa la votación histórica con la que un expriista sacó al priismo de casa Puebla.
Bien dicen que para que la cuña apriete, ha de ser del mismo palo.
Y fue así como murió el marinismo y apareció en escena el grupo político que soñó con convertir a Puebla en un trampolín político para adueñarse ni más ni menos que de la Presidencia de la República.
Pero esa… Esa es otra historia para una próxima entrega.