Dicen los que Saben que en Puebla hubo un tiempo en que Javier López Zavala no pedía permiso, daba órdenes, y se cumplían. Exsecretario, excandidato, exoperador del viejo régimen, exmuchas cosas. Hoy, algo más concreto: culpable.
El Tribunal de Enjuiciamiento del Poder Judicial no se anduvo con rodeos y declaró a Zavala culpable del feminicidio de Cecilia Monzón. No como autor material, sino como autor intelectual.
Junto con él cayeron el sicario y el cómplice. Los ejecutores, los engranajes visibles de una maquinaria criminal que apostó al olvido, al desgaste y al clásico “no va a pasar nada”.
Pero pasó.
Durante el juicio hubo de todo, menos inocencia: amparos, dilaciones, discursos de víctima, narrativas torcidas y el infaltable “yo no fui”. El manual completo de la impunidad.
Pero esta vez algo falló.
Falló el silencio, falló el tiempo, falló la costumbre de tapar todo con el tapete del poder.
Y no hay que olvidar que el poder es como el tequila barato: al principio da valor, luego quita la memoria y al final cobra la cuenta.
López Zavala lo acaba de comprobar.
No hay que olvidar que hubo presión social, feministas con lupa, organizaciones alertas, opinión pública con memoria, un juicio vigilado, imposible de archivar en el cajón del “luego vemos”.
La sentencia que viene será clave.
La familia exige la pena máxima. No por revancha, sino por justicia.
Porque si el castigo se queda corto, el mensaje se diluye. Y en este país los mensajes mal dados cuestan.
Dicen los que Saben que el fallo ya es histórico.
Aquí no hubo línea.
No hubo perdón anticipado.
No hubo pacto en lo oscurito.
Hubo pruebas.
Hubo constancia.
Hubo presión social.
Y hubo un tribunal que hizo su trabajo.
Hoy Zavala es culpable. La próxima semana conocerá su sentencia. Y mientras tanto, el mensaje retumba en los pasillos del poder: La justicia puede tardar, pero cuando llega, cobra.
Incluso a los que se creían Dios en el Poder ¿O no?
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