El tercer domingo del mes de junio, celebramos con mucha alegría el Día del Padre. Una conmemoración que nos recuerda la dicha de tener o haber tenido una guía en nuestras vidas. Referirse a la paternidad y al deporte, es una combinación que podría ser casi natural. La mayoría de las personas encontramos la pasión por los juegos deportivos por alguna anécdota con nuestro papá, desde patear un balón de fútbol, salir a andar en bicicleta cada domingo, encestar una canasta o visitar por primera vez un estadio.
La historia que corresponde al día de hoy no tiene parangón, no empezó con una anécdota que celebrar, sino con lo que en ese momento parecía un infortunio familiar. Rick Hoyt nació en 1962 con parálisis cerebral, lo que marcaba un camino lleno de dificultades físicas al no poder caminar ni usar sus brazos de manera voluntaria. Rick no podía controlar los músculos de su cuerpo, pero se podía comunicar a través de una tecnología asistida. Sus padres trataron a Rick como a cualquier niño, sin limitarlo para que pudiera vencer paulatinamente las barreras que la vida le había colocado. En especial, su padre, Dick, lo había acercado al mundo de los deportes, desde enseñarle a nadar o jugar hockey sobre suelo.
Cuando tenía siete años, Rick le pidió a su papá participar en una carrera de 8 kilómetros en beneficio de un compañero que había sufrido un accidente. La petición parecía insólita: ¿cómo correr una carrera cuando físicamente no puedes hacerlo? No obstante, Dick no se limitó y encontró la manera de cumplir el deseo de su hijo.
Aquella primera carrera fue solo el comienzo de la hazaña. De empezar a participar en una carrera de beneficio, poco a poco, Dick y Rick fueron adentrándose al mundo del atletismo, de maratón en maratón, hasta alcanzar lo que parecía imposible: competir en el triatlón más exigente del mundo, el legendario «Ironman».
Los participantes del Ironman tienen que realizar tres pruebas extenuantes de manera consecutiva: nadar más de 3 kilómetros en mar abierto, recorrer 180 kilómetros en bicicleta y correr más de 43 kilómetros para llegar a la meta. Todo lo anterior en un tiempo límite de 17 horas. El triatlón exige un nivel de resistencia física y mental, pero para la condición particular de Rick requería algo sobrehumano.
En la primera etapa, Dick nadó mientras arrastraba una balsa especialmente acondicionada para llevar a Rick con seguridad. Brazada tras brazada, se palpaba la determinación y el coraje de un padre decidido a cumplir la promesa realizada a su hijo. En la balsa, Rick padecía el cansancio provocado por el calor sofocante, así como la incomodidad de la travesía al no poder comunicarse si algo malo estaba ocurriendo.
Sin descanso alguno, al salir del mar, el padre cargó a su hijo en sus brazos y lo llevó, paso a paso, hasta la segunda etapa. Ahí lo colocó en una bicicleta adaptada, diseñada para sostenerlo al frente, mientras empezaba la ruta de 180 kilómetros. Para esas instancias, varios atletas ya habían desertado la competición, pero el equipo Hoyt se observaba imbatible, recorriendo cada uno de los metros mientras la oscuridad de la noche empezaba a caer.
Al finalizar la etapa en bicicleta, y sin perder un segundo, Dick colocó a su hijo en una silla de ruedas especialmente modificada para continuar la última parte del recorrido. En ese momento, era evidente que la fatiga se hacía presente, el cuerpo ya no respondía como se pensaba y la mente también empezaba a traicionar. Sin embargo, la frase que impulsaba a Dick a seguir adelante, vino expresamente de su hijo: «cuando estamos compitiendo, siento que mi discapacidad desaparece».
Sin importar la dificultad, Dick empujaba la silla de ruedas a través de ascensos y descensos, completamente enfocado en cumplir el objetivo trazado. Con cada paso, el equipo Hoyt avanzaba no solamente a la meta, sino a la gloria de poder demostrar al mundo que las verdaderas limitaciones comienzan en la mente. A punto de cruzar la línea final, Rick alzó los brazos en señal de victoria. Lo que antes eran movimientos involuntarios se convirtió en una señal de alegría por haber conquistado, junto a su padre, una hazaña que parecía imposible.
Del mismo modo que las palabras se quedan cortas para describir la proeza de Dick y Rick Hoyt, también resultan insuficientes para explicar el amor que uno como padre siente por su hija. El júbilo de poder abrazar en este día a nuestro papá es casi tan glorioso como haber ganado el triatlón más famoso del mundo.
Desde las Gradas de la Historia, recordamos con profunda alegría a esa persona que, con su ejemplo, amor y determinación, nos tomó de la mano para enseñarnos a cruzar –de la mejor manera posible– el camino de la vida.
¡Gracias papá! Te amo.
Facebook: Othón Ordaz Gutiérrez
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