El mensaje de Acción de Gracias que publicó Donald Trump el pasado 28 de noviembre no es simplemente un desahogo en redes sociales, sino propaganda explícitamente diseñada para inflamar el miedo, justificar futuras políticas punitivas y mantener cohesionada a una base electoral que responde con fuerza a discursos de amenaza existencial.
Lamentablemente, también es un mensaje con consecuencias directas en la salud mental de millones de migrantes que viven en Estados Unidos bajo un clima permanente de sospecha, persecución, hostilidad y ansiedad.
Trump afirma que “53 millones de extranjeros” viven en Estados Unidos y que “la mayoría” está en welfare o provienen de cárceles, instituciones psiquiátricas o “carteles de la droga”. Por más que así lo deseé el mandatario estadounidense, no existe evidencia para sostener nada de esto. Según el propio Census Bureau y el Pew Research Center, de alrededor de 50 millones de personas migrantes, solamente 8 millones son indocumentadas y menos del 3% recibe asistencia federal directa, algo imposible, además, para quienes no tienen ciudadanía. En cuanto al crimen, múltiples estudios –incluido uno de la Universidad de Stanford de 2020– demuestran que los inmigrantes cometen menos delitos que las personas nacidas en Estados Unidos.
Pero más allá de los datos desmentidos, hay algo más profundo, y es el impacto psicológico sistemático que generan discursos así. La American Psychological Association ha documentado que la retórica antiinmigrante, sobre todo cuando proviene de figuras de autoridad, produce niveles significativamente mayores de ansiedad, trastorno de estrés postraumático, insomnio y miedo crónico entre familias migrantes. Un estudio de 2019 del Journal of Adolescent Health encontró que el 45% de los adolescentes con padres migrantes reportaron síntomas severos de angustia emocional tras las redadas y declaraciones de Trump durante su primer mandato.
Cuando un presidente describe a comunidades enteras como “parásitos”, “violentos”, “no compatibles con la civilización occidental” o “incapaces de amar al país”, no solo difunde información falsa: deshumaniza, y ese proceso tiene efectos medibles. La Asociación de Servicios Comunitarios de Nueva York reportó este año que el 62% de sus usuarios migrantes evita salir de casa cuando Trump publica amenazas de deportación masiva, incluso si tienen estatus legal.
El mensaje también anticipa una agenda de gobierno: “pausar permanentemente la migración de países del Tercer Mundo”, “terminar millones de admisiones ilegales”, “denaturalizar” y “deportar” a quienes “no sean un activo para el país”. Son promesas que, aunque no se materialicen en su totalidad, crean una atmósfera de inminente persecución. Y la salud mental no necesita deportaciones para deteriorarse: basta la amenaza.
Hay otro elemento político clave. Trump utiliza este discurso para reconfigurar la narrativa nacional que convierte la crisis de vivienda, las escuelas deterioradas y los sistemas hospitalarios colapsados –problemas estructurales de décadas– en supuestas consecuencias directas de la migración. Es una estrategia que le ha dado réditos. En encuestas recientes de Gallup, el 28% de los estadounidenses identifica a la inmigración como el “problema número uno” del país, el nivel más alto desde que se mide.
El mensaje de Acción de Gracias revela algo claro: Trump sigue gobernando a través del miedo, y el objetivo no son los hechos sino las emociones. Pero del otro lado hay seres humanos que viven, trabajan y aportan –económica y culturalmente– a un país que a veces los abraza y a veces los expulsa con palabras. Las heridas que deja esta retórica no se miden en votos ni en encuestas, sino en la ansiedad cotidiana de millones que leen estos mensajes sabiendo que un tuit presidencial puede cambiar por completo su vida.




