En Puebla, la reaparición de Rubén Alejandro Tello Hernández es un recordatorio incómodo de que ciertos personajes del pasado todavía creen que pueden seguir operando con las mismas prácticas nocivas que los definieron.
Su nombre está en la lista negra de exfuncionarios que enfrentaron la justicia por vender información de carpetas y extorsionar a empresarios y políticos del estado.
Ese es su sello indeleble.
Durante el gobierno barbosista, Tello fue parte de ese grupo de operadores que vivían de carpetas armadas por otros y expedientes inventados que utilizaban como instrumentos de extorsión, como auténticos carroñeros sobreviviendo del miedo y del desgobierno institucional. Su aportación nunca fue jurídica: fue parasitaria.
Y lo más irónico –y casi risible– es que Tello parece haber olvidado su propia historia.
A pesar de la arrogancia con la que camina hoy por los tribunales, él siempre fue un peón. Nunca tuvo poder real.
Dentro de la Fiscalía, como titular de la Unidad Especializada en Investigación de Operaciones de Procedencia Ilícita, siempre tuvo que reportar a alguien arriba.
Afuera tampoco fue distinto: su “influencia” siempre dependió de quién lo financiara. Lo que hoy presume como autoridad es solo el eco patético de favores que nunca le pertenecieron.
Hoy, Tello ya no es visto como el operador de antaño, sino como un candidato natural a tener carpetas en su contra.
Dentro de los mismos funcionarios y exfuncionarios que participaron en la venta de información judicial, se rumora que el siguiente en caer será él, porque ahora su nombre no aparece como ejecutor, sino como presunto beneficiario de una red que lucró con datos reservados, filtraciones procesales y extorsiones encubiertas.
En pocas palabras: Tello pasó de fabricar carpetas a convertirse en material de carpeta.
Por eso no sorprende verlo operando nuevamente en escenarios turbios. Tello no entiende de legalidad, transparencia ni institucionalidad. Él añora aquel régimen donde sus corruptelas funcionaban como carta de presentación y donde extorsionar era su modelo de negocio. No asimila que ese tiempo terminó.
Desde un despacho en Sonata –el mismo que utilizó para defensas a modo cuando él mismo fabricaba procedimientos–, Tello opera ahora con sus cómplices y excompañeros, muchos también incluidos en listados de corrupción.
Su nuevo patrón: Miguel Ángel Celis Romero, “El Animal de Tehuacán”, hoy preso por extorsión agravada y envuelto en un entramado delictivo que él mismo alimentó.
Ese actuar deja claro, además, que “El Animal” ha intentado cobijarse con cualquier figura de los gobiernos anteriores que todavía conserve sombra o influencia.
En los pasillos de Tehuacán se comenta, con una mezcla de burla y fastidio, que al inicio de su encarcelamiento buscó contratar a Jonathan Ávalos Meléndez, ex consejero jurídico del gobierno de Sergio Salomón Céspedes Peregrina.
“El Animal” lo buscó como si se tratara de una carta mágica capaz de resolverle la vida.
Lo irónico es que Ávalos –a diferencia de otros– sí tuvo claridad y se negó, alegando incapacidad legal para representarlo.
Hasta en eso Miguel Celis tuvo mala suerte: ni los sobrevivientes del viejo régimen quisieron cargar con un personaje tan tóxico. Como dicen en Tehuacán: “ni regalado lo quisieron”.
Las versiones dentro del Poder Judicial confirman lo grave: Tello, la “otra defensa” de Miguel Celis y varios exfuncionarios intentaron ingresar sin cita a oficinas de magistrados, ofreciendo montos millonarios imposibles de cubrir –más aún cuando la familia del imputado ha sido vista sacando maletas con dinero de su casa en Tehuacán.
La escena terminó como debía: los sacaron de las oficinas por comportamiento gansteril.
Fallado el soborno, siguió el siguiente capítulo: mensajes intimidatorios, amenazas disfrazadas y presiones directas enviadas a números privados de magistrados. Un reciclaje del mismo esquema corrupto que Tello explotó durante su paso por la Fiscalía.
Ese actuar deja claro que Tello y sus excompañeros no sabían con quién se estaban metiendo. No entendieron que relacionarse con “El Animal de Tehuacán” solo trae malas noticias y deslealtad.
De hecho, existen audios –uno de ellos en poder de este columnista– donde el propio Miguel Celis presume que va a meter a la cárcel a Tello porque –según él– tiene pruebas suficientes de todas sus corruptelas.
En una canasta de víboras y roedores, nadie mete la mano y sale ileso. Y Tello decidió meterse en ella.
Lo más revelador de esta crisis es que la relación entre Tello y Miguel Celis no es reciente, ni accidental, ni profesional. Viene de años atrás, incluso cuando ambos enfrentaban órdenes de aprehensión. Su objetivo era claro: neutralizar al difunto Alfonso Celis, fracturar a la familia y allanar el camino para que Miguel intentara apropiarse de la fortuna de Socorro Romero Sánchez.
Hoy, esa alianza opera a plena luz. Tello presiona tribunales, intenta torcer decisiones judiciales y revive el mismo modelo de corrupción que lo llevó a caer de la función pública. Lo hace por necesidad. Lo hace por dinero. Lo hace porque nunca aprendió otro camino.
Pero este ya no es el Puebla de antes. El Estado de derecho avanzó, aunque algunos fósiles de la corrupción no sepan aceptarlo.
Y mientras Miguel Celis cava más hondo su propio destino jurídico, Tello se hunde con él, incapaz de comprender que este sistema ya no tiene espacio para operadores de cloaca que creen que pueden seguir intimidando a un Poder Judicial que hoy ya no les teme.




